Una mujer
me mira desde la angustia
de un paisaje malherido
que desprende fuego
y soledades.
Una mujer
me mira sin ojos
quemados en preguntas sin respuestas
que me inundan.
Esa mujer me mira asustando sus ojos en mis palabras, tan
asustadas como sus ojos; interrogando futuros en mis labios, que
nunca prestidigitaron esperanzas; derrumbándose en la explosión
de lo negro que va moldeando las cábalas de las horas; dejándome
en la soledad del invencible, que siempre fracasa.
Esa mujer es pasado de mil lunas que sangran promesas
aguardadas, risas de bocas que se fruncen en el miedo, en la
consistencia fatal del descalabro de la suerte, en la amargura
de que lo próximo será el dolor y la incerteza; en la certeza de
que la piel, cuanto menos, se cubrirá de llagas, y un cansancio
hondo y sin milagros se instaurará en su cuerpo mutilado.
Esa mujer me suplica que descubra la magia que debo guardar en
mi archivo científico, que mis manos (¡mis manos!) hagan
malabarismos con el cáncer que le quema, aunque aún no le queme;
quiere convertirme en un dios cercano y cotidiano, en un hacedor
de imposibles para que el abismo entre el presente y la duda le
sea factible y ampare los descalabros de la suerte.
Una mujer
sin pelo y columpiando
la muerte próxima
me suplica sin voz,
me llora sin lágrimas...