La llamada la esperaba con mas rabia que ansiedad, su intención
era aplicar la ley del talión una vez le pidiera disculpas. Oír
cómo trataría de justificarse, sentir su angustia buscando
juntar cada palabra para darle una razón que le atenuara el
justo castigo, era el néctar que esperaba probar al descolgar el
teléfono. Su oscura habitación no mejoraba al abrir la ventana
que daba al muro trasero del edificio de oficinas, doce pisos
abajo un pequeño callejón distanciaba los dos inmuebles, muchas
veces había mirado hacia abajo calculando el tiempo de caída y
el estruendoso sonido que produciría si daba justo en el
contenedor de lata en el que depositaban la basura los negocios
y restaurantes de la cuadra. La ventana era pequeña, pero si se
esforzaba podía sacar su cabeza, hombros y demás o sólo quedarse
allí mirando infinitamente los ladrillos, las dobladas y sucias
latas, las nada fragante basura, las ratas que deambulaban con
cara de llevar prisa y los oficinistas que llevan prisa y cara
de rata.
El sonido de unas llaves chocando entre sí y con intención de
escurrirse dentro de una cerradura lo distrajeron de su habitual
pensamiento que ahora le llegaba a través del marco de la
ventana. ¿Regresó? ¿Abrirá la puerta y me encerrará en un abrazo
entre lágrimas y suspiros? Una tercera pregunta se preparaba a
salir de su mente cuando escuchó que los pasos se alejaban. Miró
de nuevo el mueble caoba con un cajón a medio cerrar que
insinuaba una anarquía en su interior, los otros dos cajones
daban la apariencia de no haber sido abiertos nunca, y el
teléfono que estaba arriba en el pleno centro del mueble parecía
que no iba a sonar ni una vez más.
“La venganza es el caviar que toda víctima desea probar, pero
que pocas se atreven a ordenar en su menú” se repetía entre
susurros, con un ritmo tal que formaban coro con la gotera del
grifo de la cocina y la inapreciable voz que surgía de su mal
sintonizada radiograbadora. Esperar a que esboce la disculpa y
golpear con el látigo del desprecio, pasar cuenta de cobro por
los “favores” recibidos, buscar en la revancha un alivio para
ese dolor que se movía molesto desde un costado de su pecho
hasta su garganta, pero que se empecinaba en no salir ni a
gritos ni a lágrimas. La única forma de desahogarlo sería
desintegrar sus átomos para absorberlos y la fórmula estaba
dictada: ojo por ojo, diente por diente.
Caminar alrededor del reducido y melancólico espacio no aplacaba
su ansiedad, acercarse de nuevo a la ventana e intentar sacar
algo mas que los hombros le ayudó a pensar en otra cosa; ahora
estaba ya casi afuera del reducido apartamento, casi colgando a
treinta metros de altura. Desplegó sus brazos y quedó sostenido
solo por la presión de sus rodillas contra el muro que sostenía
la ventana, sacó toda la fuerza de sus pulmones, exhaló aire y
odió el tufo que surgía de su boca, entonces dejó salir su
cólera en forma de grito. Obtuvo como respuesta el ruido de un
tubo que rodó por el piso, la huida de las ratas al meterse
entre la basura y un ataque de tos que le obligó a entrar de
nuevo raspándose la piel entre el codo y el brazo izquierdo.
El fastidio del ladrillo arañándolo y despellejándolo por el
torpe accidente, lo llevó a enfrentarse con el espejo del cuarto
de baño. Un golpe en la superficie del cristal desvirtuaba la
imagen allí reflejada, entre los ojos y la boca del sujeto que
tenía enfrente desaparecía una parte de su verdadero rostro; por
lo que se formaba una cara nueva, la de un desconocido. Cuando
se afeitaba doblaba las rodillas o se empinaba un poco para ver
la parte desaparecida por efecto de la fisura en el espejo. Pero
ahora no estaba afeitándose, ni peinándose, ni cepillándose los
dientes; se estaba mirando al espejo como quien se encuentra de
pronto con alguien en la acera frente a frente, no queriendo
chocar pero sin atreverse a hacerse a un lado o a otro para
evitar una danza coreográfica o un jaleo. Los ojos de quien
tenía enfrente le miraban escrutadores y su hermética boca
parecía contener agravios en vez de dientes. No quiso doblar sus
rodillas ni empinarse para desaparecerlo de su vista, se inclinó
para abrir la llave del agua y enjuagarse con rapidez el brazo
magullado, el ardor obtenido le congestionó la cara y le
humedeció los ojos. Cerraba la llave mientras subía la mirada y
encontró de nuevo los ojos del extraño que lo esperaban, su mano
se detuvo sin cerrar del todo el grifo y dejando una gota que
juguetona entre la boca de la llave se hizo un poco más grande y
se fue alargando y desprendiendo serenamente; mientras su peso
la empujaba hacia el abismo de la tubería. Gota y mirada cayeron
en lo mas profundo. Esos ojos que lo miraban desde el espejo
parecían ser los suyos distorsionados, pero no le pertenecían.
La toalla colgada a la izquierda del espejo sirvió para secar y
acariciar la parte afectada pero unas partículas de sangre la
mancharon, la sangre le dio vida a la toalla y recuerdos al
herido; la acercó a su cara mientras traía de su memoria la
fragancia que allí encontraba luego de que la usara quien tres
meses atrás había sembrado en él ansias de desquite. Cuando su
nariz llegó buscando la fragancia, ésta se había convertido en
pestilencia. La alejó con un gesto de asco y mientras su cara se
convertía en puño amenazador y miraba con desprecio la toalla,
sintió clavadas unas pupilas en su rostro. La mirada provenía
del espejo y decidió encararlo, giró lentamente sobre sus
talones y lo enfrentó plenamente. Más que amenazadora era una
inquietante mirada. Una especie de lenguaje no verbal le
transmitía desde sus ojos una pregunta: ¿Vas a insistir con ese
orgullo?. Más que la pregunta, le molestaba el consejo que le
vendría después. La boca del tipo dentro del espejo se abrió y
pasó la punta de la lengua mojando los labios, él repitió el
gesto y le replicó a su pregunta con una contundente respuesta:
“el que busca encuentra”. ¿No vas a llamar primero? Le objetó el
sujeto. Un silencio adornado por dos gotas cayendo en simultánea
desde la cocina y el lavamanos separó pregunta de respuesta: “Yo
no empecé el problema”. Puedo empezar la solución, fue el
contragolpe. “Entonces hazlo tú, me da lo mismo”.
La radiograbadora insistía ahora en llenar el vacilante lugar
con suave música, la ventana dejaba entrar un olor a pan recién
horneado y abajo se escuchaban las bolsas de basura siendo
rasgadas por un grupo de perros que se disputaban las sobras
recién tiradas desde uno de los restaurantes. No había rastro de
ratas ni de oficinistas, no salían ya más goteras de los grifos
de ese confuso apartamento cuando el mueble caoba con el cajón
semiabierto se estremeció presintiendo algo y el teléfono sonó,
pero ninguno de los dos se atrevió a contestarlo.