Desde el oscuro sentimiento me enroco en la guitarra de doce
cuerdas.
El “sarangi-sitar” de Shankar me golpea antiguas ragas, la
flauta berebere de Atlas misteriosos me provoca, y Mark Knopfler
acaricia el tiempo que me resguarda de lo impuro.
Y me acaricio para que nadie me acaricie y me lamente.
Y me descubro caminando viejas tierras a punto del magnicidio
del espanto, pero sabiendo que el agua está dispuesta para el
riego fértil, para anegar de besos los surcos de las sementeras
prometidas y esperadas.
Entonces las bombas eran sólo de barbas crecidas y margaritas en
los ojos, y los gritos no eran de terror y espanto, sino de
pipas fugaces y mordiscos al aire prohibido que templaba los
futuros.
Entonces aún creíamos en la multiplicación de los panes y en las
palabras limpias, en los negocios sin negocio y en las tormentas
purificantes.
Y cualquier flor solía representar un símbolo para arrasar el
mundo y transformarlo en vida.
Shankar se ha ido, y la flauta mágica se ha preñado de miserias.
Apenas me va quedando el “héroe local” de Knopfler como ermitaño
de antiguos sueños y proyectos. Apenas las doce cuerdas,
desafinadas ya y gastadas de tanto destemplar canciones
moribundas.
Aunque sé que las guitarras melódicas siguen esperando, en
cualquier rincón de sombras, manos que las acaricien, ojos que
las sientan, labios que las enamoren... olvidando que hoy
-ahora-, las margaritas, y los cantos con velas acompasando
deseos, y las emociones abiertas de par en par al mundo, y las
luchas entregadas, se enterraron ya en las cajas fuertes de los
Bancos.
Quizás sea el momento de rasgar las doce cuerdas y decir
definitivamente “hasta la próxima” a las sirenas que me siguen
arrullando.