-Abuelo.
-¿Qué necesita, cachorro?
-¿Falta mucho para llegar a Corrientes?
-Unas tres horas.
-Abuelo.
-Diga.
-No puedo dormir. ¿Usted puede?
-Puedo; lo que pasa es que no quiero.
-¿Por qué no quiere?
-Estoy pensando cosas.
-¿Qué cosas, abuelo?
-Augusto.
-¿Qué?
-¿Qué edad tiene usted?
-Catorce años.
-Le voy a contar algo.
-Sí, por favor.
-Todo empezó... mejor no le cuento.
-¿Por qué?
-Porque en esa historia me muero.
-¿Qué dice? Usted está vivo, usted habla; los muertos no hablan.
-¿Alguna vez ha muerto usted?
-Que yo recuerde, no.
-Entonces no puede saberlo. Le aseguro que los muertos hablan.
-Basta, abuelo, mejor me cuenta una historia de la guerra. Por
favor, abuelo. Usted nunca cuenta nada sobre esas cosas.
-Mire por la ventana, por allá queda Corrientes. La última vez
que estuve en ese lugar no volví a irme. Allá estoy, tendido en
el suelo del combate y del tiempo, envuelto en la mirada de mi
gran amigo, Pablo Sarraceno.
-Supuestamente, ¿cuándo fue eso? ¿Y quién es Pablo Sarraceno?
-No puedo decirle quién es Pablo Sarraceno.
-¿Por qué?
-No insista, no puedo decirle nada.
-Está bien, pero dígame: ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en
Corrientes? Cuénteme acerca de eso.
-Llegamos a Corrientes, por el Chaco, el siete de noviembre de
1841; estábamos agotados, hacía más de un mes que habíamos
partido de Salta, cuando nos desprendimos del Ejército
Libertador, después de la derrota de Famaillá. Éramos quinientos
veteranos mandados por Ocampo y Salas.
-Abuelo.
-Diga, mijo.
-¿Usted qué rango tenía?
-En ese momento era alférez; desde que me nombraron oficial no
volvieron a ascenderme. Tenía diecinueve años, aún era muy
joven, de todas formas era un oficial; siempre me ponían al
mando de algún escuadrón de caballería.
-Hacía poco tiempo que usted era soldado y sin embargo dijo que
eran veteranos. No entiendo.
-Augusto, en esa época tres años eran suficientes para vivir más
batallas que los dedos de las manos. Su abuelo era ya un soldado
experimentado. Aún estaba vivo, eso era una hazaña por entonces,
y mire que había combatido bajo las órdenes del mismísimo
general Lavalle...
-¿Al que mataron por el ojo de la cerradura?
-¡Patrañas! Esa historia la inventaron los federales, pura
mentira. Lavalle prefirió pegarse un tiro antes que caer
prisionero; el general había jurado “vencer o morir en la
demanda”. A veces, me siento culpable, porque nosotros lo
abandonamos.
-¿Cuándo?
-Como le dije antes, después de Famaillá las divisiones de
Ocampo y Salas nos separamos del Ejército Libertador y
emprendimos viaje hacia Corrientes para unirnos a las tropas del
manco Paz. Si hubiera sido por mí, me quedaba con Lavalle hasta
el final, pero yo pertenecía a un regimiento comandado por Salas
y estaba subordinado a sus órdenes, así que tuve que marcharme.
El abuelo guarda un rato de silencio. Mientras la diligencia
avanza hacia Corrientes la noche, como el peregrino que anhela
su santuario, marcha sin detenerse hacia el oeste. El siglo se
aleja a enredarse entre las sombras, huye y no se detiene ni una
hora.
Una mujer sentada frente a Augusto pregunta la hora; un muchacho
rubio, vestido de negro, saca un reloj de su bolsillo y se
apresura en responder:
-Son las cuatro de la mañana.
-Gracias, joven.
En el carro viaja también un hombre mayor, quien permanece
durmiendo. Tendrá aproximadamente setenta y cinco años, la misma
edad que el abuelo de Augusto. En total, son cinco pasajeros.
La mujer, envuelta en una chalina, ofrece unas galletas al resto
de los pasajeros; todos aceptan la cortesía. La mujer se dispone
a ofrecerle una galleta al hombre que duerme. Rápidamente, el
abuelo la detiene con el brazo:
-Por favor, no lo despierte.
Augusto observa extrañado la situación. El abuelo explica:
-El sueño de los hombres es la digestión de los hechos vividos.
Dentro de lo posible hay que evitar cortar ese proceso: uno
puede despertarse y descubrir un recuerdo atorado en la
garganta. Mejor dejemos que el señor mantenga su paz.
El hombre de negro agrega:
-Sabias palabras.
La mujer deja tranquilo al hombre que duerme y dice al abuelo de
Augusto:
-¿Podría continuar con su relato?
-Yo también lo escuchaba -agrega el hombre de negro.
-Bueno... regresábamos a Corrientes después de dos años; éramos
unos quinientos soldados, casi todos correntinos.
-¿Usted es nacido en Corrientes? -Pregunta la mujer.
-No, yo nací en Buenos Aires en 1822, en tiempos de Rivadavia.
En el ´38 me fui a vivir a Corrientes con mi padre, mi amigo
Pablo Sarraceno y su pequeño hermano, quienes habían quedado
huérfanos poco tiempo antes. Después de unos meses en Corrientes
mi padre murió. Yo me alisté como cadete en el ejército de la
provincia y mis amigos consiguieron trabajo como ayudantes en
una carpintería. Después de un año llegó Lavalle con la Legión
Libertadora, y Ferré, nuestro gobernador, lo nombró General del
Ejército Correntino y puso a sus órdenes a setecientos soldados.
Entre esos hombres estaba el aspirante Teodoro Manuel De Manso,
quien les habla. Pasado un tiempo me nombraron alférez.
-Un gusto, don Teodoro, mi nombre es Ezcurra Sánchez de Vargas.
-Es un placer, señora.
-Abuelo, ¿quién era Pablo Sarraceno?
-Ya le dije, Augusto, no puedo darle más detalles acerca de
Pablo. A su debido tiempo lo sabrá.
-Siga, don Teodoro -dice la mujer.
-Después que participé en extensas campañas, que peleé en muchas
batallas, sin recibir jamás un mínimo rasguño, me dirigía a
encontrarme con la muerte, allá por el año 1841, cuando volvimos
a Corrientes.
-Disculpe, ¿a qué se refiere con “encontrarme con la muerte”?
-Ya lo entenderá, señora.
-Lo escucho, entonces.
-Cuando llegamos, el gobernador Ferré nos recibió con honores,
luego nos trasladaron al acantonamiento del Ejército Correntino
de Reserva, bajo el mando del General Paz, en el paso de
Caaguazú, sobre el río Corrientes.
El muchacho rubio mira su reloj de bolsillo y exclama en voz
alta:
-Son las cinco de la mañana, faltan unas dos horas para llegar.
-Apresuremos la marcha del relato: malo sería llegar a destino
con la historia incompleta -dice don Teodoro.
-Pero dos horas es mucho tiempo - contesta la mujer.
-Poco tiempo para contar la eternidad.
-Abuelo, no insista con esas cosas extrañas y siga contando.
-Antes que prosiga quisiera preguntarle algo, si no es
molestia.
-Pregunte nomás, señora.
-Yo me dirijo a visitar a mi hermana y mis sobrinos. ¿Usted y su
nieto también viajan a visitar a su familia?
-En realidad don Teodoro no es mi abuelo.
-¿No?
-No, yo no tengo familia; don Teodoro me cuida desde que tengo
uso de la razón. Igualmente él es como si fuera mi abuelo.
Don Teodoro pasa la mano por la cabeza de Augusto y dice:
-Es cierto, él es como un nieto. ¡Extraño destino! Nunca me casé
ni tuve hijos, sin embargo, tengo un nieto, y es todo lo que
tengo; no tengo más familia que él.
-Disculpen mi insistencia, entonces, ¿cuál es el motivo de su
viaje?
-No lo sé. Mi abuelo me dijo que viajaríamos a Corrientes y acá
estoy, en camino.
-Si miran hacia el campo -exclama don Teodoro- verán la
incipiente luz del alba. Ella comienza a develar los secretos
que la noche ocultaba a nuestros ojos.
-A la larga -agrega el muchacho vestido de negro-, los misterios
quedan expuestos ante las palabras que los delatan. Es como el
tiempo que aún no vivimos: Intuimos su existencia, pero no
podemos verlo. Eso muchas veces nos obsesiona, sin embargo,
avanzamos hacia él como esta diligencia avanza hacia su meta.
La mujer y Augusto miran por la ventana de la carreta; el viejo
que duerme comienza a roncar; don Teodoro le pregunta al hombre
de negro:
-¿Qué hora es?
-Son las cinco y media.
-Gracias, seguiré con la historia.
-Por favor -le pide la mujer.
-Llegamos al campamento de Caaguazú: estaban formando un
ejército con hombres sin experiencia; habían llamado a leva
general en toda la provincia; a los jóvenes que habían cursado
las primeras letras los nombraron oficiales. El manco Paz había
montado una especie de escuela militar; les decían “los
escueleros de Paz”. Me llevé una gran sorpresa al descubrir que
entre ellos estaban mi amigo, Pablo Sarraceno, y su hermano
menor: los metieron en el ejército dos meses antes. Eran dos
novatos, pero los iban a entregar a la guerra; así eran las
cosas en esos tiempos. Ninguno de los dos tenía experiencia
militar; Pablo tenía mi edad y su hermano apenas catorce años.
¡Qué locura, mandar a pelear a un niño que jamás tuvo un sable
en la mano! Me comprometí a cuidarlos; juré convertirme en sus
sombras.
-Don Teodoro -interrumpe la mujer.
-Diga.
-¿Cuántos hombres eran en total?
-Con nuestro refuerzo llegamos a ser tres mil doscientos, casi
todos de caballería, y también teníamos cinco cañones, pero los
federales de Echagüe venían con cinco mil hombres, mil de
infantería, y doce cañones grandes. La superioridad del enemigo
era abrumadora, pero el general Paz valía más que un ejército;
su estrategia nos hizo ganar la batalla.
-¿Qué hicieron, abuelo?
-Cuando Echagüe estaba próximo a nosotros, Paz nos hizo vadear
el río Corrientes por el paso de Caaguazú, dejando a los
federales el lugar donde estuvo nuestro campamento. Echagüe
cometió el error de acampar ahí en lugar de atravesar el río.
-Abuelo.
-Diga, Augusto.
-¿Cómo cruzaron el río con los caballos, las armas y los
cañones?
-La artillería y los hombres que no sabían nadar cruzaron en
unas pocas canoas que teníamos; a los demás nos dieron cueros de
vaca. Con ellos hicimos una especie de cajón que llaman
“pelota”. Una vez que llegamos a la orilla del río, nos formamos
por escuadrones y desensillamos; todos nos desnudamos y pusimos
la ropa y las monturas dentro de las pelotas. A éstas las
atábamos con una cuerda de cuero para tirar cuando nadábamos.
Montados en nuestros caballos entramos en el agua. Mientras los
caballos hacían pie íbamos sobre ellos, pero cuando éstos
empezaban a nadar los jinetes nos tirábamos al lado y los
agarrábamos de las crines o de la cola, sin soltar la pelota que
protegía del agua a nuestras pertenencias. ¡Era un verdadero
espectáculo! Imaginen ustedes el bufido y las respiraciones de
tres mil caballos nadando a la vez. ¡El sonido era tan fuerte
que estremecía!
El viejo que duerme cambia de posición; parece que va a
despertarse. Habla en voz baja: “La noche y la noche están acá,
todas las noches están acá.” Después regresa a sus ronquidos.
Todos se miran extrañados; don Teodoro le pregunta al hombre de
negro:
-¿Qué hora es?
-Son las seis y diez.
-Debo apresurarme. Les decía que habíamos cruzado el río.
Echagüe tomó nuestra antigua posición; era, exactamente, lo que
el general Paz quería. Los federales quedaron encajonados entre
los ríos Corrientes y Payubre, entonces el manco hizo su jugada
genial: nos ordenaron repasar el río y los atacamos,
sorprendiéndolos. Al centro del ejército enemigo le tiraron toda
la artillería de nuestros cañones; los demás nos lanzamos sobre
las dos alas federales. Mi división atacaba al ala derecha y a
Pablo y su hermano los mandaron a combatir por la izquierda.
-¿Se separó de ellos? -Pregunta Augusto.
-En un principio. Luego, en la confusión de la batalla, cambié
mi posición: cabalgué a toda velocidad en busca del ala
izquierda. Estaba desesperado buscando a mis amigos, pero no
podía encontrarlos; todo el lugar era una maraña de hombres
matándose. Busqué y busqué, penetrando entre las filas enemigas.
Mis ojos estaban irritados, inmersos en una nube de pólvora: En
fin, el tiempo pasaba y yo seguía preso de la pelea. Un soldado
federal me disparó en el hombro y casi caigo del caballo; yo
pensaba en salvarme, en encontrar a mis amigos... Demasiadas
preocupaciones para un momento como ése.
-¿Pudo encontrarlos? -Le pregunta Augusto.
-Cuando la batalla agonizaba y el triunfo ya era nuestro vi al
hermano de Pablo atrapado entre los infantes enemigos, que
huían. Cabalgué a toda velocidad, pero fue en vano: una bala le
dio en la nuca y murió instantáneamente; no tuvo tiempo de darse
cuenta que la muerte lo había encontrado. Cayó tendido en unos
arbustos; yo quedé perplejo. Luego, grité, hasta que el silencio
me atravesó por la espalda: recuerdo el sable que surgía de mi
vientre. Caí del caballo. Miré al jinete que había envainado
sobre mi cuerpo; él ni me miró: escapó rápido en busca de sus
compañeros. Cerré los ojos. Después de un tiempo indefinible los
abrí y me vi empapado de sangre. Lo último que escuché fue la
voz de mi amigo Pablo que gritaba: “Teodoro, Teodoro”.
-¡Teodoro, Teodoro! -Grita el hombre que duerme.
La mujer lo despierta y le dice:
-Tranquilo, señor. ¿Por qué grita? ¿Estaba escuchando la
historia?
-¿Qué historia?
-La historia que el señor nos está contando.
-¿Qué señor? Acá no hay nadie más que usted y yo.
La mujer mira alrededor y descubre que no hay nadie más en la
diligencia. Con gran exaltación le dice al hombre que intenta
regresar, definitivamente, al estado de vigilia:
-Le juro que había tres hombres más en este carro.
-Deben haber descendido del coche en algún pueblo mientras usted
dormía.
-¡Siempre estuve despierta! ¡El único que dormía era usted!
-Es cierto, he dormido profundamente y he padecido una pesadilla
angustiosa.
-¿Qué soñó?
-Soñé con la muerte de mi amigo, Teodoro.
La mujer, anonadada, le pregunta:
-¿Cómo se llama usted?
-Pablo Sarraceno.
La mujer está pálida, sin sangre, como muerta: cae desmayada. A
fuerza de aire y pequeños cachetazos el hombre procura que
vuelva en sí. Después de un rato el interior de la diligencia
invade nuevamente los ojos abiertos de la mujer. Él le pregunta:
-¿Cuál es su nombre, señora?
La mujer responde con voz débil:
-Ezcurra Sánchez de Vargas.
-Recuerdo su nombre, yo la conozco.
-¡No! ¡Yo no estoy muerta!
La diligencia se detiene; el conductor (un muchacho rubio
vestido de negro) abre la puerta, saca un reloj de su bolsillo y
anuncia:
-Llegamos a Corrientes justo a tiempo, son las siete de la
mañana.
Pablo Sarraceno desciende del coche. De pie, junto a la
diligencia, espera que salga la mujer, pero el conductor cierra
la puerta. Pablo le dice:
-Espere, aún falta que descienda una mujer.
-Usted es el único pasajero.
-¡Imposible!
Pablo Sarraceno abre la puerta y mira hacia el interior:
descubre que no hay nadie.
-Le dije, usted es el único.
-¿Qué está pasando? Juro que había una mujer.
-Dígame, ¿por qué ha venido a Corrientes?
-A visitar a mis muertos. Hace tiempo, perdí a un amigo y a mi
hermano Augusto: sus cuerpos se extraviaron entre los
innumerables cadáveres de la guerra. Ahora, he regresado para
ver nuevamente el campo de batalla; he regresado a visitar la
tumba que los guarda.
-Ya lo ha hecho, Señor: la diligencia es la tumba. Usted no lo
sabe, pero en ella fueron transportados a Buenos Aires dos días
después de la batalla de Caaguazú.
-¿Cómo es posible? ¿Y la mujer, quién es?
-El 1 de diciembre de 1841, esta carreta, que hoy es dorada y
negra, trasladó tres cuerpos a Buenos Aires. La diligencia viajó
con los restos de su hermano Augusto, su amigo Teodoro y los de
una mujer llamada Ezcurra.
-¡La mujer con la cual acabo de hablar!
-Ella y su hermano no sabían que estaban muertos; ellos
perduraban en las sombras de un misterio no develado, pero usted
se los ha dicho.
-¿Yo?
-Sí, usted ha soñado con los muertos.
-¡No! Yo solamente soñé con mi amigo Teodoro, muriendo entre mis
brazos.
-Lo sé. Teodoro está envuelto en su mirada, don Pablo, pero
desde sus ojos dormidos en la noche de este viaje, él les cuenta
la muerte a sus compañeros, allá, en el viaje funerario de
diciembre de 1841.
-No puedo creerlo.
-Eso no importa, ellos han descubierto que llegaron a Buenos
Aires y no a Corrientes.
-¿Usted quién es?
El hombre saca el reloj de su bolsillo, mira la hora y le dice: