No sé por qué, pero, cansado ya de vivir, me senté, levanté
mi rostro y miré.
Escudriñé las nubes en busca de caras o figuras, como en
aquel juego del que, en mi infancia, hice costumbre; por
entonces, miraba a lo lejos, al cielo o al horizonte, no
tenía preferencias, me daba lo mismo fijarme en las
estrellas que en las olas de los mares, en los árboles del
bosque o en las sombras de la oscura noche, la cuestión era
que me fijaba en las cosas, o en grupos de cosas, y buscaba
en ellas imágenes de cosas, o de grupos de cosas.
Estaba en mi jardín. Era otoño y los robles se desnudaban
sembrando el suelo de hojas pardas y resecas. El viento las
arremolinaba, se movían como a saltos desplazándose sobre el
césped, y yo, lamentando mi soledad, contemplaba su formarse
en grupos, su hacerse y deshacerse en montones, su alinearse
en formaciones de a tres, de a seis y hasta de a ocho.
Uno de esos grupos de hojas inservibles llamó mi atención;
las hojas que lo formaban se habían dispuesto adoptando al
principio una forma abstracta y burda que no representaba
nada pero, poco a poco, en leves y apáticos movimientos, se
acomodaron conformando figuras y cuerpos reconocibles: se
hicieron caras de niños, árboles frondosos, míticos
animales, ciudades, páramos polvorientos, perfiles de
guerreros ancestrales... Se hicieron formas y figuras que me
parecieron mostrarse de una manera prevista y
voluntariamente diseñada, con premeditación. No dejé de
observar sus mínimos escarceos y me sorprendió el orden con
el que las hojas, una a una, llegaban a su disposición
definitiva. La masa informe del principio había evolucionado
y creí descubrir su justificada razón de ser, el porqué de
tanto movimiento sin sentido. Muchas formas me había
enseñado, muchas cosas me dejó ver, muchas situaciones pude
en ella contemplar y supe, entre tanto movimiento, descubrir
al mundo.
Se presentó ante mí con forma, con definidas siluetas. Se
mostraba como algo perfecto, cambiante pero, al parecer,
eterno.
Apenas recordaba el primer montón de hojas pardas y resecas
conformado por el viento. La lenta mutación había culminado
y el mundo tenía cara y, en su cara, ojos que me miraban.
El viento se calmó y, nosotros, el mundo y yo, quedamos
inmóviles, casi ajenos, el uno frente al otro pero
observándonos, tanteándonos desde lejos. Él me estudiaba y
yo le estudiaba a él. Nuestra actitud podía parecer un mutuo
reto de impertinentes como eran las miradas.
Bajo el frío sol, casi invernal, brillaba su ser. Ya no eran
hojas desprendidas de los robles, era un algo con vida, con
color, con ojos grandes que no dejaban de mirarme, con
múltiples formas que me sorprendían pero, pasados unos
siglos, sopló de nuevo el viento y, con imperceptibles
movimientos, se deshacían las figuras, se abortaban las
formas que antes me sorprendieron y dejé de ver primaveras
soleadas y madres recelosas y el amor de parejas escondidas,
y las aves no anidaron ni entonaban melodías. Por el
contrario, se deshilvanaba el ser ajándose su cara con el
correr de encapuchados apedreando escaparates, con el
presentarse el estallido de las guerras, con el aflorar de
cadáveres desnudos y con el llanto de los niños que nadie
amamantaba. Y entristeció su mirada que ya no me miraba y
entendí que, al iniciar su nueva evolución, estaba, como yo,
muriendo para siempre.