UN SINGULAR OFICINISTA
por Quintín Dobarganes Merodio
Sobre el tema de los oficinistas, vamos a presentar hoy a quien
fue un personaje de la Isla de León, parlanchín consumado,
pulcro en el vestir, amante de enterarse de todos los hechos y
milagros de la actualidad, y como característica principal, un
estupendo profesional a la antigua usanza, activo y cuidadoso.
Nos referimos a don Servando, hombre nervioso e impulsivo, que
cuando venía a nuestra ciudad alguna compañía de zarzuelas,
podíamos verlo, casi permanentemente, en primera fila de
butacas; porque la zarzuela -¡amigos míos!- le apasionaba en
grado máximo, constituyendo una de las principales razones de su
vida en este pajolero mundo. Tal era, a grandes rasgos, lo que
pudiéramos llamar el facsímil de nuestro hombre.
Don Servando, funcionario de cuño antiguo se pasaba las horas de
oficina indefectiblemente al lado de su mesa de trabajo, no
«brujuleando» por los pasillos y bares como otros muchos. El
sólo vivía durante esas horas para sus expedientes de crédito, a
los que estudiaba, miraba, pulimentaba y acariciaba con interés
poco común, porque no desconocía aquel famoso refrán, tan en
boga en los hombres de su actividad, de que "al papel y a la
mujer..."
Muchas veces he hablado con don Servando, con cuya amistad me
honraba. Y a mi iniciativa salieron a relucir los millones de
pesetas que pasaron por sus manos desde que regía el negocio de
Créditos de una importante empresa.
-¡Lo que son las cosas de la vida, amigo Dobarganes! -me dijo
afectuosamente, pero con marcada amargura-. Por mis manos han
pasado miles de millones y ya ves como estoy, sin más recursos
que unos limitadísimos ingresos mensuales.
-¡Millones!.. ¡Muchos millones! -repetía el funcionario-. Pero
en papeles engorrosos que me han traído, eso sí, muy buenas
canas y una crónica afección hepática, que no quisiera ni para
mi mayor enemigo. El papel moneda huye de mí como alma que lleva
el diablo. Yo sólo barajo cifras, pero no dinero constante y
sonante.
Eché un vistazo a la mesa de trabajo de don Servando y allí
había verdaderas montañas de expedientes en turno riguroso de
despacho. La mecanógrafa tecleando sin cesar, y el ejemplar
burócrata dictando de pie, con rapidez, en fenomenal carrera
contra el reloj. Cada vez que despachaba un papelote y lo pasaba
a la sección B, los expedientes de la sección A, parecía que
iban en aumento. Era una descomunal batalla del hombre y del
papel semejante a la de Don Quijote y los molinos de viento.
Sólo de ver a don Servando unos momentos, con aquellos trajines
de dicta, cose, clasifica, cierra y archiva, mi cabeza andaba
desquiciada.