Comenzaba el verano y, tal como nos habíamos comprometidos,
al dar las diez de la noche acudimos a la estación de
autobuses. Luisa, mi mujer, y yo, cruzamos el vestíbulo y,
atravesando la puerta de cristal, salimos a los andenes
donde aparcan los autocares.
Juana venía de Alicante, de pasar con sus amigas unas mini
vacaciones de fin de curso como regalo por sus excelentes
notas y su recién mayoría de edad. Sus padres, aún en la
ciudad, nos pidieron que la esperásemos y le entregáramos el
juego de llaves de su casa que, para emergencias,
guardábamos nosotros.
Allí estaban ya los familiares de las otras jóvenes y,
charlando, dimos tiempo a que llegasen las chicas.
Vimos al autobús aproximarse, observamos como, sin
maniobras, encaraba la enorme zona de aparcamiento y se
detenía frente a nosotros. Se abrieron las puertas y la
trampilla de los equipajes, bajaron los pasajeros y entre
besos y abrazos se armó una pequeña algarabía de risas y
alboroto. Luisa enseguida preguntó: ¿Dónde está Juana? Sus
amigas se miraron y yo vi, en sus gestos y en sus ojos, una
enorme sorpresa, quizá no pensó que fuésemos a recogerla,
quizá sus padres no se lo advirtieron y tenía previsto pasar
más tarde a recoger las llaves por nuestra casa o
encontrarnos paseando por la calle mayor, la cuestión es que
la complicidad acalló el alboroto juvenil.
Luisa y yo, al unísono, preguntamos: Martita, ¿qué ha pasado
con Juana? Y Martita, balbuceando sin dejar de mirar a sus
amigas, contestó: Viene en coche, con su primo.
-¿Con qué primo? -volví a preguntar sorprendido.
-No sé, con el de Madrid, no me acuerdo como se llama,
llegará enseguida, me dijo que quizá cenasen en mi casa.
-Dame su número de teléfono, voy a llamarla.
-Juana, ¿Cómo estas? ¿Sabes quién soy?
-Sí, eres Javier, tu nombre sale en mi móvil, grabé el
número cuando me lo dio mamá por si tenía que llamarte para
algo.
-Bien, ¿Dónde estás?
-No sé, está muy oscuro y no veo ningún pueblo, pero estoy
cerca, no tardaremos más de media hora.
-¿Con quién vienes?
-Con Ramón, ¿Te acuerdas de él?
-Sí, claro que me acuerdo, pero según mis noticias debías
venir en el autobús, con Martita y las demás, ¿Habéis
cenado?
-No, pero no te preocupes, tomaremos cualquier cosa al
llegar a casa.
-Juana, en tu casa no debéis tener nada, venid a la nuestra,
os esperaremos para cenar juntos.
-No te preocupes, con un bocadillo en cualquier bar nos
conformamos.
-Ya veo que, aunque insista, harás lo que quieras, pero,
cuando llegues, nos llamas y así nos quedamos tranquilos.
-Vale, luego te llamo.
Cuando, para los demás, repetí la conversación, todos nos
miramos con cierta perplejidad y nuestros pensamientos de
adultos nos llevaron a preocupantes conclusiones que nadie
manifestó en voz alta.
Nos despedimos del grupo y paseando por la alameda, junto al
río, al frescor de la noche, Luisa y yo comentamos lo
sucedido y cambiamos impresiones confesando nuestros
temores.
En los tres últimos años, desde que esto sucedió, nadie ha
sabido de Juana.