"Vivo sin vivir en mí,
y tan alta dicha espero,
que muero porque no muero." Santa Teresa de Jesús
¿Qué disparate mayor que éste? Morir por no morir. Vivir
muriendo. Morir viviendo.
A la santa escritora de Ávila le hace un nudo de llanto en la
garganta su disparatado amor, su desesperada espera: esa
desigual o dispar expresión viva de su ser que la dramatiza o
disparata en el tiempo, en la vida. Disparate humano y divino,
el de morir viviendo, el de vivir fuera de sí, enfurecida,
enfervorecida o entusiasmada verdaderamente por amor.
Teresa de Cepeda y Ahumada como en el mundo se llamaba Teresa de
Jesús, nació en tierras de Ávila el 28 de marzo de 1515. Su
padre era descendiente de judíos conversos. Gracias a la Vida,
una de las obras de la santa, sabemos de su infancia. En ella
nos cuenta de su amor a la lectura de los libros de caballería y
de las vidas de los santos.
Su padre, en 1531, decidió internarla en el convento de las
agustinas de Santa María de Gracia, de Ávila. Ella misma nos
declara que entonces "estaba enemiguísima de ser monja".
En 1535 huyó de su casa para entrar en el convento carmelita de
la Encarnación de Ávila. La santa padece una larga y penosa
enfermedad, un gran "mal del corazón" que la dejó paralizada
largo tiempo y la puso en trance de muerte. Una vez repuesta de
sus dolencias inicia a un grupo de religiosas en la vida de
oración y empieza a planear la reforma de la orden carmelita.
Por esas mismas fechas, dice que empezó a ser favorecida con
visiones "imaginarias" e "intelectuales", que habrán ya de
sucederse a lo largo de toda su vida.
Su primera gran aventura terminó con la fundación del convento
reformado de San José de Ávila en 1562, año en que se cierra el
relato de la Vida. Pero a Teresa le queda aún la difusión de su
obra reformadora, la fundación de conventos por las tierras de
España: Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana,
Alba de Tormes, Salamanca, Segovia, Beas, Sevilla, Caravaca,
Villanueva de la Jara, Palencia, Soria y Burgos, además de la
colaboración en la reforma de la rama masculina de la orden
carmelita, emprendida por San Juan de la Cruz. Todo ello nos lo
relata en el Libro de las fundaciones –junto con las Cartas-.
Pero a su vez, la santa tuvo que atender a la formación de sus
religiosas, velar para que se conservara el espíritu de la
reforma, y para ello escribió dos tratados, los dos basados en
su propia experiencia: El Camino de la perfección y las Moradas
del castillo interior.
La expansión de la obra reformadora de Teresa de Jesús, motivó
la reacción de los miembros de la antigua observancia, a pesar
de que sus Constituciones fueron aprobadas en 1563 por Pio V.
Tras largos años de incesante peregrinación por las tierras de
España, el día 21 de septiembre de 1582, Teresa llega enferma y
agotada al convento de Alba de Tormes. Quince días después, el 4
de octubre, moría allí Teresa de Jesús.
La santa escritora siempre estuvo vigilada por sus superiores y
sometida al cerco de la Inquisición que llegó a llevarla en
Sevilla a uno de sus tribunales, debido a su origen
judeoconverso.
Teresa de Jesús arremete contra el orgullo de la alta nobleza
obsesionada por los estatutos de limpieza de sangre. "Siempre he
estimado en más la virtud que el linaje", escribe la santa.
Si la actividad mística era ya de por sí sospechosa a los
inquisidores, imaginemos lo que habría de ocurrir si además esa
actividad es ejercida por una monja -una mujer- que no tenía
limpieza de sangre. Es en esta tesitura, cuando verdaderamente
puede medirse el alcance de esta mujer extraordinaria desafiando
a los más altos poderes establecidos de su momento histórico.
Por un lado, situada frente a los sectores más conservadores de
la Iglesia, se convierte en líder de la reforma conventual
europea. Por otro lado, desafía a la Inquisición en lo que ésta
tiene de más retrógrado, al defender una estructura injusta y
discriminatoria de la sociedad, contra la que ella lucha
denodadamente, Finalmente se convierte en pionera del feminismo
al reivindicar el derecho de la mujer a una espiritualidad
propia y liberada, en un momento en que la piedad femenina
estaba desprestigiada.
La santa escritora de Ávila escribe a vuela pluma, en los
descansos de los viajes, en las breves permanencias en los
conventos, sin tiempo para cuidar el estilo, para releer lo
escrito o para verificar las comprobaciones más indispensables.
Rehúye la terminología teológica; prefiere sustituirla por
palabras usuales, al alcance de todos. La santa escribía como
hablaba. Su obra está llena de silencio divino, de palabra
divina; de amor. De aquel santo desatino que llamó la santa con
su humildad a su divino disparate de amor, de vida.
"Asirse bien de Dios que no se muda", es lo que ella quiere.
"Mirad bien -nos dice- cuán presto se mudan las personas y cuán
poco hay que fiar de ellas y así hay que asirse bien de Dios,
que no se muda."