Aisa no era virgen porque en el Boulevard Saint Denis conoció a
David Bouchett, y todos los principios se le reventaron una
tarde en chez Madame Signorette, mientras una lluvia meona y
plúmbea no dejaba de caer en el París de sus diez y nueve años.
Ya bien sabía que Alá nunca le perdonaría aquel amor desesperado
para con un "alijudi", aunque contaba, en su descarga, que sólo
se enteró de que David era perverso (aunque perverso no
militante, eso sí) cuando su amiga Rania se lo confesó entre
susurros a la entrada de la Mezquita de Chatelet un viernes de
Ramadán, poco antes de que sus padres le anunciaran su
compromiso oficial con el Sr. Mustafá, el concuñado de su prima
Maimona, que tenía una tienda de perfumes en el Zoco de Mequinez.
- Dentro de quince días el Sr. Mustafá llegará a París para
cerrar el trato -le comentó su padre al volver del trabajo de
barrendero del "sezième arrodisement".
Y Aisa supo que sólo la ira de Alá podría salvarla de
convertirse en la tercera esposa del concuñado de su prima
Maimona, y de regresar a Baik-el-masuri, en los extrarradios de
Mequinez, donde el Sr. Mustafá habitaba en una destartalada casa
llena de moscas y de niños semisalvajes.
- Padre, no va a poder ser -dijo Aisa bajando los ojos al suelo
y temblando como una hoja de otoño.
Intuyó el huracán que se fraguaba desde el sofá floreado del
recibidor en el que se sentaba su padre, y pudo adivinar la cara
pálida y asustada de su madre, agazapada de perfil en el umbral
de la cocina con olor a cuscús y a menta desecada.
- Lo que tiene que ser, siempre es, Aisa -sentenció su padre
mientras ponía su enorme humanidad y su barba zaina, desafiante,
en los ojos atemorizados de la hija, que seguía sin levantarlos
de la alfombra de camello.
Aisa maldijo el olor a pecado de aquella habitación con vistas
al Quarter Latin y con láminas del Sacré Coeur en las paredes.
Volvió a notar el dolor agudo, y la sangre, enrojeciendo las
sábanas de algodón amarillento en la cama de hierro, y el
zumbido metálico de los muelles chirriantes, y el sudor
apasionado de David mientras la musitaba: pas de problème, ma
petite demoiselle orientale...
- Pero es que yo, padre, he sido usada... -balbuceó Aisa
atreviéndose a levantar la mirada al techo con un inequívoco
signo de resignación y entrega.
Le dolió más la cara de angustia infinita de su madre que la
seca bofetada que le hizo rodar por los suelos; más, mucho más,
las esperas durante todo un mes en el Boulevard Saint Denis
intentando encontrar de nuevo al fantasma de David, que la
vergüenza de haber tenido que descubrir su secreto; mucho más el
no haber podido apurar el placer prometido y esperado, que la
ira poderosa de su padre que, aturdido, murmuraba letanías entre
dientes.
- Buscaremos un doctor que te reconstruya... Y nadie sabrá nada,
mujer, salvo Alá y nosotros tres. Sólo Alá y nosotros -repitió
mirando a su mujer que se tiraba de los pelos desgreñados y se
daba golpes en el pecho con furia.
La Clinique de la Lumière estaba ubicada en una calle estrecha y
poco iluminada. Aisa supo que su padre había estado indagando
entre sus compañeros senegaleses y tanzanos algún lugar
recomendable para que la hicieran una reconstrucción del himen
que le pudieran salvar de la vergüenza, el deshonor y el
compromiso con el Sr. Mustafá.
Le habían informado que en aquella clínica había un doctor joven
que era un verdadero experto en el tema, y que por un precio
asequible, pocas preguntas, y sin ingreso hospitalario, le
resolverían el problema. No le gustaba mucho que el médico fuera
de raza judía, pero el tiempo apremiaba y no podía permitirse el
lujo de elegir en aquellas circunstancias adversas.
Empujó a su hija cuando una enfermera, con cara de pre-jubilada
y ojos dormidos, les anunció que podían pasar a la consulta.
Aisa no pensaba despegar los labios, y asumía con resignación el
justo castigo a su pecado de lujuria.
- ¡Aisa! -exclamó el médico en cuanto la vio traspasar la
puerta-. ¡Ma petite mademoiselle oriental!
El rojo, entonces, se hizo dueño de la escena: un rojo pasión
desenfrenado que abalanzó a Aisa en los brazos del Dr. David
Bouchett; un rojo deseo en los labios de David, que besaba
impulsivamente a Aisa sin reparar si quiera en aquel hombretón
perplejo y ofuscado que, nervioso, buscaba su alfanje berebere
en su cinturón de odio; el rojo de la sangre de Aisa y de David
que salpicaba las paredes del pequeño despacho médico de la
clínica; el rojo muerte de la venganza de Alá que castigaba el
deshonor como sólo puede castigarse...