un isleño de "solera"
por Quintín Dobarganes Merodio
La Isla ha sido, y es, pródiga en hombres que, por su forma de
ser sencilla y asequible a todos, se han hecho populares en
todos los ambientes.
Uno de ellos fue Don Julián, de grata memoria, que derrochaba
simpatías por todos sus poros y cuya característica más acusada
era lo que él llamaba un "pequeño defecto" que le tenía
atenazado desde sus mejores años: la adoración de Baco.
Al fin y al cabo, señores míos, ¿quién no tiene defectos en este
mundo de imperfecciones, de fatigas y de tristeza? Unos, de una
índole, otros, de mayor calibre. Porque al hombre perfecto, en
toda la extensión de la palabra, no lo encontraremos ni con la
lámpara de Aladino.
Don Julián era contemporáneo y buen amigo de este pobre
articulista. Juntos estuvimos en la Guerra de Marruecos a bordo
de uno de nuestros cañoneros; y formando parte de la dotación
del mismo buque hicimos una campaña en Fernando Poo.
Mi amigo era burócrata, o covachuelista, de primer orden, y
manejaba los expedientes con una habilidad extraordinaria,
utilizando (naturalmente) sus ensalivados dedos bronceados de
nicotina. Y en la confección de Expedientes de San Hermenegildo
-premio a la constancia militar- era un verdadero artista.
Un día don Julián me contó, por centésima vez, una de las
famosas anécdotas de su vida. Estaba a la sazón destinado en una
oficina cuyo jefe era abstemio por prescripción médica, debido a
tener su estómago ulcerado. Como los despachos del jefe y del
subalterno eran independientes, nuestro héroe ideó llenar de
vino, todos los días, el botijo del agua, valiéndose de la ayuda
de su ordenanza a quien también gustaba el "pirriaque"
Pero llegó el momento en que fatalmente habría de descubrirse
tan original truco. Y un día de sofocante calor en que el
cascarrabias del jefe entró en el despacho de don Julián para
encomendarle un trabajo, aquél cogió el botijo que habría de
refrescar sus úlceras, y decididamente, con energía, se lo tiró
a pecho.
Imagínense, mis queridos y pacientes lectores, la reacción
brutal, inmediata, del energúmeno... El botijo salió disparado,
como bala de cañón, estrellándose en uno de los armarios
repletos de legajos. Don Julián se quedó lívido, mirando a todas
partes buscando un boquete que se lo tragase.
Han pasado los años, y ya, desgraciadamente, no viven los
protagonistas. Pero me han asegurado que pueden verse aún los
legajos del sufrido armario con las inequívocas señales de
aquella escena pintoresca, ocasionada por un isleño de
"solera"...