Los Coros de Nabuco elevaban el concierto hacia una libertad
exenta de sorpresas. Me decías que la verdad tenía tantas
aristas y caretas que era casi imposible descubrirla. Yo te
escuchaba sabiendo que te defendías del dolor llorando hacia
adentro, buscando enigmas donde sólo existían certidumbres,
olvidando los golpes del amor castrante que te adornaban el
cuerpo.
Tú no querías saber de trampas porque habías sido educada y
alimentada con ellas. No te gustaban los desgarros, pero te
desgarrabas cada día. Aborrecías del miedo, pero te dormías con
el temor cada noche. Combatías las mentiras piadosas, y te
abrazabas a ellas para justificar esperanzas.
Una vergüenza íntima, descastada y solemne, atenazaba tus
silencios después de los moratones del alma, y nada era capaz de
convertirte en mariposa, nada podía hacerte des-naufragar en el
socavón de las promesas, aún sabiendo, luego de tantas
cicatrices, que las promesas eras vientos confusos teñidos de
miserias, ráfagas desbocadas para confiscar la poca dignidad que
te iba quedando, y para amortizar los deseos de felicidad
atrapada a retazos.
No sé si estabas esperando la sangre como liberación, pero
tenías la certeza de que, antes o después, llegaría, que se
abriría paso a golpes de impotencia esperando todos los
complejos de inferioridad posesivos.
Nunca me lo dijiste con palabras, pero te lo leí en los ojos, y
nunca supe si habías saltado al vacío con tu desesperación a
cuestas, o si arrojaron lo poco digno que te quedaba a la basura
del silencio perpetuo: la trampa, en cualquier caso, había
cerrado su círculo de mentiras a muerte.
Ahora, cuando escucho los Coros de Nabuco, que tan cómplices nos
hicieron en nuestros diálogos imposibles, siento un aguijonazo
hondo en mi sexo de macho avergonzado, y una lágrima inútil, de
torpeza infinita, se me columpia por los ojos sin atreverse a
brotar hacia lo eterno.
Y siento que soy culpable por omisión de rabias ocultadas...