Imitando al avestruz
por Quintín Dobarganes Merodio
Confieso sinceramente que no quisiera hablar de ciertos temas
porque cada mortal tiene plena libertad para obrar como le
plazca siempre que no cause perjuicios a la colectividad. Pero
tengo un amigo solterón que ha colmado ya mi paciencia con sus
frases despectivas hacia los seres que hemos caído, legalmente,
en brazos de la dulce y cariñosa fémina, y hacia él,
principalmente, van enfiladas mis baterías, cuyos disparos
desearía llegasen a pulverizar su recalcitrante y soberbia
actitud.
Mi amigo Floripondio Trespalacios y Maltrana -así se llama
nuestro hombre-, es persona de desahogada posición, trato
afable, distinguido de porte, de charla amena y con gran
"ambiente" entre las componentes del bello sexo. En fin, tiene
sobradas cualidades para hacer feliz a una Eva con pretensiones
casi principescas. Sin embargo, Floripondio, es enemigo mortal
del matrimonio y en cuanto se le habla de «legalizar» su
situación, lanza sapos y culebras, sin contemplaciones, con
palabras que no puedo transcribir.
El quiere vivir su vida, pero «suelto», a su modo, eludiendo
«toda esclavitud» según propia expresión. Yo le digo que de esta
forma está al borde, no sólo de vivir en continuo pecado mortal,
sino también de familiarizarse con el avestruz, eludiendo
responsabilidades que humanamente todos debemos afrontar, etc.,
etc.
Pero él, gran escéptico, abre más ampliamente sus alas y
continúa escondiendo bajo ellas su testuz. Esta actitud
irreductible de Floripondio me brinda una ocasión, que no debo
desaprovechar, para hablar «a vuela pluma» de los solterones en
general.
Me refiero, únicamente, a los que bordean ya la cuarentena,
«invulnerables» a las flechas de Cupido y a los que, a mi modo y
manera, clasifico de esta forma: 1º Los solterones por
«vocación». 2º Los pusilánimes que no quieren complicaciones. 3º
Los que quieren casarse y moralmente no pueden.
Con los primeros se podría formar una especie de batallón de
trabajadores para aprovechar su energía en pantanos, carreteras,
vías férreas y obras públicas en general, con el consiguiente
beneficio estatal. A los segundos no estaría del todo mal
gravarlos con un impuesto equivalente al 50 por ciento de sus
ingresos normales en beneficio exclusivo de los padres de
familia numerosa que, en cumplimiento de sagrados deberes, han
hecho frente a la vida con resolución, entereza y valentía,
rindiéndose con ello al mandato divino de «creced y
multiplicaos». ¿Qué sería de ellos hoy, si sus ascendientes
hubiesen obrado de igual modo?
El mundo existe, indudablemente, porque la mujer y el hombre se
complementan y colaboran en esa obra admirable que es la
continuación de la propia vida. No se debe sestear, sino
trabajar y afrontar las responsabilidades con esa serie de
problemas humanos cuales son la lucha por el «potaje» y los
desvelos por los angelitos que han de reemplazarnos algún día en
esa rueda que gira continuamente alrededor de un eje
misterioso.
Y no quiero terminar estos desfogues sin dedicar unas palabras
de encendido elogio a esos solteros del tercer grupo que
sacrifican su vida y su juventud en beneficio de sus padres
ancianos y necesitados. Esta acción digna y humana eleva al que
la practica y merece no sólo simpatías, sino admiración. Los que
imitan al avestruz son los otros, los comodones, los que en la
mujer sólo ven un juguete bonito y nada más. ¡Oh, Padres de
familias numerosas!
Si nosotros hubiésemos seguido esas «mismas aguas» no estaríamos
hoy tan satisfechos con nuestra buena esposa, media docena de
hijos por barba, tres docenas de nietos y ya «en busca» del
medio centenar de bisnietos. Así, únicamente, se forman las
familias y las Patrias. Lo demás, es vegetar inútilmente.