Comienzo a escribir a muy temprana edad, con seis años, al igual
que muchos niños de mi escuela, empiezo a descifrar garabatos y
a hacer los míos. Mi tamaño y el de la mesa no logran acomodarse
y el asunto me fatiga, me siento mejor haciéndolo de pié; pero
la maestra me ayuda a cultivar las letras y la joroba al
insistirle a mis padres: "que se siente al escribir".
En la infancia y adolescencia mi pasatiempo oscila entre
cuidarme del acné y estar frente a un libro abierto, escribiendo
las letras allí encontradas en mi recién descubierta
imaginación. Tengo pocos, pero la mala memoria que me
caracteriza me llevaba a leer en varias oportunidades una misma
obra con esa intacta capacidad de sorpresa.
Emprendo pues la eterna búsqueda pilar entre el Cielo y la
Tierra, asumo desafíos e impugno por domar mi naturaleza
obstinada. Llego al fin a la anhelada juventud y tanto mis
hormonas, como mi talento, empiezan a notarse: en clase de
Español, terminando Bachillerato, se me acusa incluso de retomar
apartes de una obra para darle brillo a una mía. Calumnias de la
oposición.
Sin superar aún esa crisis de identidad, abandono por completo
las lecturas literarias para sumergirme en las académicas y
empiezo a garabatear mi asalariado destino sacando adelante una
carrera para ingresar al mercado laboral en opción de alquiler.
Propongo una vida ermitaña, busco la soledad en estado
meditativo o artístico, fracaso. Luego, intento cruzar la línea
del horizonte y construir un camino al Cielo, no encuentro punto
de referencia que me permita dar el salto cuántico, trastabillo
y a punto de caer ingreso al grupo experimental de teatro; me
sumerjo en confianza sin saber las profundidades de sus aguas.
Siete años después de navegar por tan amplio mar, naufrago.
Busco la oportunidad de sincronizarme con el centro de la
Galaxia y recuperar la luna perdida, decido llegar a puerto
seguro y empiezo mi incursión en la tierra de los bardos, pero
ni el poder conjunto de las nueve hermanas de Febo puede
ayudarme a hacerlo decorosamente.
Durante los plácidos tres años de convivencia sin descendencia,
viajo en el tiempo y el espacio, empiezo a componer una novela
dedicada a mi futura(o) hija(o); de tropiezo en tropiezo termino
por abandonarla (a la idea de la novela, me refiero) y me paso a
los cuentos con moraleja para arrullar a mis pequeños, decido
entonces garrapatear lo que me surge para luego no tener que
andar inventando y dejo así muchas hojas en blanco.
Queriendo usar mi recién descubierto talento doy el paso al
infinito mundo literario más con temeridad que con seguridad. En
fase de exploración y expansión recuerdo mis alas y luego de
varios cuentos cortos muevo el otro pie y en pleno vuelo paseo
mis plumas ante ojos críticos, quienes golpean con certero
disparo.
Sobrevivo a tremendo golpe en caída libre, pero los cuentos y mi
orgullo quedan en astillas, conjugando el verbo insistir logro
reconstruirlos sin que se vean las costuras. La sombra del miedo
a viajar a lo desconocido se desvanece a medida que me entrego
al misterio. El coraje viene solo y me proclamo juntaletras.
Cumpliendo tan grata tarea me pica el gusano del tener y su
comezón me lanza sobre las mesas de editores, agentes y jurados
literarios buscando un asiento que aún no me ofrecen. Conecto el
cable que me conduce a salvo de cualquier destino y salgo a
buscar las gracias de Aglae, Talía y Eufrosina mientras averiguo
mi lugar.
Siento que la vida se me va, escribiendo. o lo que es mejor, que
escribo mientras se me va la vida. Tenedme paciencia.