Pero decime ¿sos boludo o te hacés el boludo? ¿Quién te
entiende? Uno lee tus historias y nunca sabe adónde vas a ir a
parar. ¿Cuándo escribís en serio, cuándo no? ¿Cuándo sos vos
contando, cuándo es un personaje imaginario hablando en primera
persona? Esta historia... bueno, si se trata de aclarar, antes
que nada: el boludo es un insulto argentino usado familiarmente.
Muy bien, pero no nos vayamos por las ramas. Decía que esta
historia...
Esta historia es tan real y tan mía que se me pone la piel de
gallina de sólo recordarla, a pesar del casi cuarto de siglo
transcurrido. Estoy hablando del 20 de enero de 1980, alrededor
de las 8.00 pm., en Córdoba, Argentina. Y te la cuento sin
ponerle ni quitarle.
Vivimos bajo la dictadura militar y es verano, un día de mucho
calor. Por toda ropa llevo un short resultante de un levis
recortado. Llaman a la reja de entrada, distante unos treinta
metros. Voy, atiendo, me llegó la hora: están vestidos de civil,
son cuatro en el clásico Ford Falcon de los secuestros, se
presentan como de la policía, con tono neutro uno me ordena
acompañarlos. El instinto me dice que debo mostrar acatamiento.
Cómo no, iré con ustedes, pero no puedo así, le ruego me permita
vestirme. Pasan dos, los otros quedan a la entrada.
Es un terreno multifamiliar, ocupado por dos viviendas. Detrás
de la casa de mi cuñado está la mía, que no se distingue a menos
de dar la vuelta, trámite que omito y los tres entramos a la
casa de mi cuñado como si fuera la mía y única en ese solar.
¿Por qué? Es la que permite el acceso a los techos. He tenido
tiempo de recobrar la sangre fría, y he aquí que las visitas
cometen un error: se quedan al pie de la escalera a esperarme
mientras yo subo a los dormitorios supuestamente a vestirme. Una
imagen refuerza mi decisión: los judíos bajo el nazismo
entregándose pasivamente rumbo a las ejecuciones. Pensarlo y
salir por los techos y saltar a los fondos de la casa contigua,
fue uno. El cuerpo lo decidió antes que la mente. La vecina,
espantada, con tal que desapareciera el loco semidesnudo
descolgado de los techos, me abrió en el acto la puerta de
salida a la calle lateral. Por toda explicación, yo le había
dicho: unos malvados me persiguen, déjeme salir por aquí.
Estaba libre, escapado cuando ya me tenían en sus manos, libre a
condición de actuar con inteligencia. Necesitaba ropa, no tenía
dinero. A pocas cuadras vivía un familiar, fui por dinero. Me lo
dieron, conversamos un momento y salí. Y apenas cerrada la
puerta, doy unos pasos por la acera y ¡me los cruzo! De alguna
manera, habían averiguado esa dirección. Con la sangre en el
ojo, después de haber sido burlados, se precipitaban a la puerta
de la casa, sin mirar a los costados. Debo confesar que tuve un
momento de debilidad. Creyéndome a punto de ser atrapado, mi
mente preparó algo así como un bueno, bueno, parece que ustedes
tienen mejor suerte que yo. Frase más que idiota porque
definitivamente no iba a caerles simpático. Gracias a todos los
santos del cielo, no hubo oportunidad de pronunciarla. Con mis
perseguidores sólo cabía de momento poner distancias. Y éstas se
dirían reducidas al mínimo cuando casi nos topamos. Tan
seguidas, tan instantáneas fueron mi salida y la entrada de
ellos por la misma puerta, que en la casa no dudaron: me habían
atrapado. Y por cierto que tenía cuentas a rendir.
Había acumulado en mi vida más de un pecado: comunista, libre
pensador, expulsado de la universidad, cabeza de la comisión
amigos de Cuba en Córdoba, sin contar que mi biblioteca, mudada
a otro domicilio, acababa de caer en manos del ejército. Como si
fuera poco, un tiempo atrás había salido a la venta en España mi
libro sobre la revolución cubana, temerariamente fechado en
Córdoba, Argentina, esto es, la confesión de un delito: haberlo
escrito bajo la dictadura. A estos pecados, se sumaba ahora el
trato descortés dado a las visitas dejándolas plantadas, y no
dudo que a los ojos de la represión esta lista pecaba de
incompleta.
Mejor que continuara teniendo suerte. Luego de tan felices
desencuentros, tomé un taxi y recurrí a compañeros que me
proporcionaron ropa, el short levis aún lo conservo como
recuerdo. Uno de ellos me acompañó a la terminal donde tomé un
autobús a Buenos Aires. No traía credencial alguna, y de poco me
habría servido, captura recomendada. Cuando el autobús hizo un
alto en un retén del ejército, me hice el dormido y en realidad
lo estaba a medias, después de tantas emociones había caído en
una suerte de sopor lúcido. Era de madrugada y al soldadito
encargado del trámite se le cerraban los ojos de sueño y quería
acabar rápido, me pasó por alto. Sin contar que el prototipo de
subversivo argentino de entonces andaba por los veinte años, y
mi edad había duplicado con creces esa cifra y cubierto de nieve
la cabeza. En fin, la suerte no me abandonaba.
Llegué a Buenos Aires, mi familia cerró filas y salí del país en
forma clandestina, y aquí estoy gracias a la solidaridad de
México. En fin, es una aventura para contar a los nietos... si
por un momento consienten en apagar la tele, aunque más no sea
para darle un gusto al abuelo y, luego que acabe el relato, se
ahorren el comentario de ¿quién te mandó, abuelo, a meterte en
líos?