Los cortejantes vienen y van por el bosque de vidrio de sus
vanidades. ¿Qué verdad puede estar debajo de las plumas y los
géneros bestiales de un niño disfrazado de San José de Cupertino?
Con la tormenta, fosforecen los cortejantes.
Despavoridos, huyen de esa ilusión que da siempre la lluvia.
Moran alrededor del rayo con sus bocas cosidas. Moro en una
estatua que me deshabita -vanamente- como al seco árbol
maldecido por el dios encarnado. Hágase tu voluntad en los
candiles de terrible esplendor; encántame la gracia de aquel
fuego azul sobre las torpes cabezas.
Nada oprime tanto como un zaguán de desesperación repleto de
objetos minúsculos. Veo el marfil enhiesto, tatuado de las bocas
futuras. Nadie se resigna a permanencia o se arrebata frente al
poliedro de la noche final. ¿Son ingenuos los desechos, estos
restos de cera? ¿Quién se adueña del humo que aparta y
transforma las sustancias?
Da vueltas la ronda de peregrinos hasta desvanecer el último
reflejo en las persianas. Ayer, rugía el animal de presa entre
las felpas vampiras del carruaje. Dejaba su simiente. ¡Trapos
veladores, impasibles, inútilmente exquisitos, desfondados!
Iba mi corazón latiendo por el hielo.
Manuel Lozano
París, Place des Vosges, octubre de 2003
* Este texto pertenece al libro "La Noche Desnuda de Rostro
Ciego".
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