Ya me he convencido. Mis antiguas dudas, mis argumentos
viejos y carentes de todo fundamento y hasta mis esperanzas
basadas en la más absoluta ignorancia de la realidad, han
caído por los barrancos que constriñen nuestro angosto
camino. Luego, desprovisto de argumentos, dudas y
esperanzas, no he tenido otra salida que admitir el hecho de
que esto es una guerra. Pero no una guerra al otro lado del
mapamundi, no una guerra que sucede en lejanos países de los
que apenas sé cuatro cosas, es una guerra universal y
activa. ¿Empezó en Yugoslavia? ¿En Afganistán? ¿En Irak?
Quizá en Covadonga. Lo dirán los historiadores y a ellos
sólo creeré, porque cuando hablan los políticos yerran
demasiado a menudo.
Y esta guerra me da miedo, porque, ¿quién es nuestro
enemigo? Se dijo que visten chilabas, que los turbantes
cubren sus cabezas, que ocultan a sus mujeres encerrándoles
en la ignorancia y que son muy distintos a nosotros. Qué
sencillo parecía reconocerles. Qué fácil era señalar a
nuestros verdugos y qué simple hubiera sido su
aniquilamiento. Pero... alguien se cree todo esto.
Ahora se dice que el enemigo es toda una cultura. Que, en
realidad, quien viene a luchar contra nosotros es una
religión ¿Se acuerdan de las cruzadas?: banderas, espadas y
cruces, que todo servía para golpear.
¿Conocen la España de los siglos VIII a XV? Era musulmana y
a leches les echamos. Antes habíamos sido íberos y romanos y
celtíberos y arévacos y pelendones, y uno de esos pueblos
que antes fuimos no desapareció. El pueblo musulmán durmió
quinientos años en sus cuarteles de invierno, y hoy, sobre
un tablero de juegos de salón, contemplamos infinidad de
piezas agrupadas en sectores de una Europa dibujada sobre el
cartón. Ellos tiran los dados y, como si siempre saliera el
seis, avanzan y se despliegan. Llegan por mar, asfixiados y
harapientos, en camufladas embarcaciones que, en las
instrucciones del juego, se llaman pateras, pero, al avanzar
la partida, se van incorporando otras piezas mejor
decoradas, con colores alegres como los que visten nuestros
jóvenes, con trajes grises como los que visten nuestros
ejecutivos, con talonarios de cheques y tarjetas de crédito.
Y comen cerdo y beben alcohol. Pero no se mezclan. Viven en
guetos de auto marginación. Rezan sus rezos en mezquitas que
nosotros mismos les construimos y se someten a media docena
de nuestras costumbres a cambio de un contrato de trabajo y
de que autoricemos la entrada de sus familiares. Son muchos;
un millón sólo en París, y serán más. De nuevo Al Andalus.
(Tarik, en el año 711 con sólo nueve mil hombres, comenzó la
invasión de la península Ibérica, invasión que culminó en
cinco años).
¿Dónde empezó la guerra? No tengo ni idea pero la empezaron
ellos o, al menos, algunos de ellos. Conocieron occidente y
les dio miedo. Conocieron la cultura, la libertad y no les
gustó. Vieron a nuestras mujeres peleando por una prenda
rebajada en unos grandes almacenes y les aterró. Vieron a
nuestros hijos divertirse y les invadió el pavor. Conocieron
la democracia, la libertad, las oportunidades, la sonrisa en
las gentes, la fe en el futuro, y no les gustó. No les gusta
ser uno más entre nosotros. No les gusta que la gente de
aquí no recite, de continuo y por la calle, los Diez
Mandamientos. No les gusta que el sol salga para todos, pues
ellos prefieren vivir bajo su luna, que para el musulmán es
sólo media. Ese es nuestro peligro, no les gustamos y les
damos miedo, pero miedo, lo que se dice miedo, es lo que yo
siento cuando pienso que un chaval de doce años, o su prima
de catorce o su tío de treinta y dos, son capaces, juntos o
por separado, de ceñirse un cinturón de explosivos y apretar
el botón en nuestras narices para ganar un cielo y una
santidad que yo percibo injustos.
¿Nos vamos de Irak? ¿Nos atrincherarnos en nuestros pueblos?
¿Decimos que los que de ellos andan por las calles no son
enemigos? ¿Cómo distinguirles para no errar en nuestra
antipatía? El nuevo Gobierno nos lo dirá, que también eso lo
espero del cambio y de la regeneración democrática.