Árdeme lo que no sé y apenas sospecho. Árdeme el sol con sus
emblemas, con sus harapos deslumbrantes, con un caldero de
ácidos raspando mis fisuras, con la resurrección de los rostros
amados. Corro en la espesura de un bosque envuelto en vendas.
Toda resurrección es la revelación de una verdad que ha empezado
a herirnos, aun con las palabras arrancadas al sacrificio.
Tejías en los huecos del panal un amordazado enjambre de
sobrevivientes, hecho al tamaño de una alcancía labrada con la
carne del éxtasis. Son tuyos esos retazos, esta fauna enardecida
por tu origen. ¿O acaso no estrujabas entre los dientes el
diminuto sarcófago de la amargura? Pudiera ser el amor el
reverso del crimen en la medida exacta entre martirio y lujuria.
Hay trece maneras de mirar un mirlo, cantó Wallace Stevens. A la
aurora, las criaturas husmean despojos como si presintieran cuán
mísero es el mundo. Después del mundo, sobrevive la ficción. En
este martilleo no cruje la memoria.
Me mudo de rey a tribunal con el tacto oscilante de todos bajo
el huracán de la desobediencia, pero debo avanzar -aunque ciego,
aunque áspero- por estos intersticios de arena. ¿Por qué vivir
un reguero de destinos guardado como un soplo sellándose en mi
lengua? Es la corona que te fue prometida, atada a esta voz de
grandes truenos con las alas de la permanencia.
Palabras en la tierra: piedras filosas arrojadas al teatro
hormigueante construido sobre el viento.
No se desprenden las membranas del hielo viscoso de tu cráneo.
Deseo de desgarrar esa cabeza, de incrustar en los lindes en
guardia mi lástima y mi grito.
A veces pienso en el hambre de luz entrando por tu cuerpo. Le
hablo a seres que no pueden escuchar. Les muestro el relámpago
que confirma el temblor y la caída. Se alejan antes del sol, así
como reyes de su escarcha. Continuamente, me deformo o me
desprendo a través del prisma de los renunciamientos.
¿Y cuál será la tierra natal que me acompañe o me despoje cuando
se nuble el iris de mi llaga? ¿Y sobrevive siempre la llaga en
el costado?
Tal vez no preserve estas migajas, esta pelambre de repente
abierta a la emboscada, a la boca perversa en cacería. Tal vez,
la distancia. Tal vez, la nitidez. Tal vez, los frutos tumbados
al sol.
He visitado un cangrejal de muñecas en un foso abierto a las
enredaderas del diluvio. Sumergen los mapas que atravesaron el
fuego resinoso del sudario. Desoladamente, desoladamente,
Alcanzando el odio de unas manos, me perdí en la alegría.
Desperdicios de respuestas mutilan el aclarado resplandor de la
leyenda. Me atavían para el vuelo, me hilvanan el obstinado
enigma soplando en los subsuelos. ¿Cómo desprenderás el oro
indecible de estas telarañas negadas al grito, a la humillación?
Voy a revelarte la puerta. El hombre amortaja la luz de su
destierro.
¿En que choza de alambres das muerte al instante ? Sí, es la
parodia de aquella mansión donde comes el sueño peligroso y lo
vomitas, donde resplandece el augur de los desprecios y oyes la
voz donde temes al miedo, y juntas las migas del seco abismo
revolcado en sangre.
La noche traga su luz ciega. -¿Adónde el descenso de la cruz
garabateada en mi espalda?-.
Con mi valija de sombras, reclamo el trono arrancado al viento
de las islas. Ya es hora de escupir el paraíso vampiro en la
morada de los dóciles.
Hasta entonces se apresuran las cortezas de una piel en
suspenso, te embriagan las arrugas. Esta jaula que eres alardea
en su carruaje. Tan sólo de unos pliegues respiras el espumoso
vino de tus muertes.
Demasiado cerca el rocío de fulmínea eternidad para huir de esta
casa. Debajo de cada piel, están la profecía de Jesús y el asco
de los siervos.
Manuel Lozano
París, fines de septiembre de 2003
* Este texto pertenece al libro "La Noche Desnuda de Rostro
Ciego".
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