Hablar hoy de valores humanos es provocar un guiño o un mohín de
perplejidad en los interlocutores. ¿Valores humanos? ¿Dónde han
ido a parar? Suena a viejo texto de aquella "urbanidad" que
dábamos en los colegios de primaria del franquismo. Asociamos
semejante concepto con una lección rancia y anticuada de
moralismo de siglos anteriores.
Hay que reconocer que, frente a los valores humanos, como
tradicionalmente se han entendido -incluso desvinculados de la
religión-, surge de manera espontánea otra tabla de valoraciones
suministrada por el entorno de la época. Y el primer valor que
se nos viene a la cabeza es el del éxito, acompañado o no de
momento, por el dinero. La vida moderna, con todas sus
comodidades, es tentación y desafío. ¿Quién no quiere tener una
casa sola en la que se viva sin ruidos de vecinos y amueblada
con todos los utensilios que ofrece el mercado electrodoméstico?
¿Quién no desea poseer una libreta con ahorros para dormir
tranquilo y proyectar un viaje de ocio? Estos anhelos se
convierten en cavilaciones para muchos y muchas que se insertan
en esa noria del mimetismo social: un ir y venir por lo que "así
se dice, así se piensa, así hace la gente".
Podría pensar el lector que con este exposición realista de
nuestra sociedad actual, aspirante a media permanente, evoco
otra sociedad: la de las cualidades intelectuales conectadas más
o menos con el diseño del espíritu, tal como nos lo enseñaron
reiteradamente. Tenga paciencia y se dará cuenta de que lo que
pretendo aclarar aquí es que nuestra época es de verdadero
naufragio y que la crisis actual obliga a nuevos planteamientos.
Desde el siglo XIX, cuando el filósofo alemán Max Scheler
(1874-1928) ponía "la salud" como base de todos los demás
valores, demostraba con ello que sabía en qué época estaba
viviendo. Una época dominada ya por la ciencia y la técnica. Una
época en la que el evolucionismo se habría camino y hallaba eco
en filósofos como Nietzsche, exaltador de la vida biológica con
toda su crudeza.
Por otra parte, vemos cómo hoy las instituciones religiosas y
académicas se esfuerzan denodadamente en presentar la cultura
como una actividad todavía espiritual, tanto si busca lo
trascendente como si sólo se queda en el reino de la
inteligencia útil. Esta crisis también ha llegado a los
programas de estudios. En ellos nos percatamos de cómo han ido
desapareciendo o bien menguando los conocimientos humanísticos,
como si el pasado, superado nada más que en los medios
materiales, no fuese una enseñanza. Pero, afortunadamente, de
Grecia nos quedan la racionalidad y el origen de la ciencia
-Tales, Hipócrates, Demócrito, Arquímedes...- y de Roma, el
Derecho.
Aquellos bárbaros que esperaba el poeta neogriego Constantino
Cavafis están entre nosotros con pintadas en las paredes de la
calle, en los estadios deportivos, en los programas de
televisión, incluso en las dependencias del Ministerio de
Cultura simplificando los contenidos pedagógicos como si todo
ello fuera un respiro a tanto cansancio, a tanto mareo del
vertiginoso mundo de la imagen y a la todopoderosa influencia
del consumismo alienante.
A partir de esta época de silencioso derrumbe, los jóvenes
tendrán que elaborarse ellos mismos su tabla de valores humanos,
ya que los responsables de enseñárselas tienen bastante trabajo
con apuntalar los techos de los valores que se les dieron en
otros tiempos a ellos, cuando también eran adolescentes y
estudiantes.