Llueven otoños en estos roquedales de caminos y flores que se
van marchitando de frío y verde.
Sé que volverán las cigüeñas a recoger sus alas en los
campanarios prominentes del futuro, que las avutardas repicarán
sus cantos de reencuentro, que se vestirán de sombras los pinos
esperando el sueño de las procesionarias convertidas en capullos
de tierra.
Pero llueve…
El arco del cielo
va derramando lágrimas tenaces
en el claro-oscuro
de la nostalgia.
Un silencio de luna
se me sube a la garganta gris
mientras llora el delirio de la noche:
miel y roca
en los labios que desvelan
soledades en rojo.
He intentado acercarme a tu silencio ausente. Toqué las teclas
negras de tu piano sin músicas. Quise aproximarme al hueco
impredecible de tus ausencias, al dolor que intuyo tras tus ojos
cansados de tanto mirar misterios insolubles. Rocé tu adiós con
timidez de pájaro herido, y tu soledad desde el recuerdo cálido.
Pero llueve… y ya no hay más que barrancos baldíos en los
antiguos cortados de mares que abrazaban los nidos de las
gaviotas y el despertar del faro vigía.
Y ni siquiera esta lluvia de Otoño, monótona y necesaria, sirve
ya para recorrer avenidas de sueños y nieblas.
Llueven otoños
con la insatisfacción de un viento
que va barriendo caricias lejanas.
Un epitafio dulce,
que nadie escribió nunca,
salpica la voz
que nunca nadie dijo:
vuelve…
vendrán otras luciérnagas
a iluminar caricias y sorpresas.