Regresaba de la ciudad. Era media tarde y algo llamó mi
atención cuando, conduciendo despacio, cruzaba el monte
sombrío. Aminoré, aún más, la marcha y fijándome, vi a dos
viejitas en el bosque, muy cerca de la carretera. Daban los
pasos medidos. Cabizbajas, miraban al suelo, se agachaban y,
con sus manos, parecía que acariciasen la tierra junto a sus
pies. Vestían de oscuro, falda larga y un pañuelo envolvía
sus cabezas. Cerca de ellas, un enorme cubo descansaba
perdido entre los pinos.
Yo nunca había recogida setas y, aunque sí es cierto que me
gusta salir al campo, suelo hacerlo solo para pasear, pero,
en aquella ocasión, sentí curiosidad y busqué un badén para
sortear la cuneta y detener el coche fuera de la carretera.
-Buenas tardes -dije haciéndome el simpático y queriendo
evitar que me tomasen por un intruso en lo que supuse era su
bosque.
-Buenas tardes -contestó la más cercana.
No es que yo pretendiese iniciar una larga conversación, lo
que quería era observar, sin molestar ni interferir en su
cosecha, el modo de coger las setas, el cómo las descubrían,
el cómo las recolectaban... En una pequeña cesta de mimbre
que colgaba de sus brazos, iban depositando, siempre boca
abajo, los níscalos que le robaban al suelo. Luego, cuando
la cesta estaba llena, se acercaban al cubo y en él los
volcaban para, con la cesta otra vez vacía, proseguir la
búsqueda.
La segunda viejita continuaba con su labor a pasos cortos y
de agachada en agachada pero la más cercana a mí, aquella a
la que dirigí mis buenas tardes, atendía a mis preguntas y
me informaba cordialmente del mejor modo para encontrar las
setas, incluso, cuando le dije que iba a probar, subiendo un
poco por la ladera para no pisar su terreno, me respondió:
-No te preocupes, muchacho, el bosque no es nuestro, es de
todos, si quieres te puedes quedar por aquí.
-No, gracias -respondí yo-, prefiero no molestar.
Me retiré unos metros pero seguía observando su método, su
andar lento y cabizbajo, su acariciar la pinaza, su cortar
con mimo las setas destapadas y me atreví a probar.
Después de separarme de ellas, y cuando ya me encontraba
lejos, me di cuenta de que el bosque hace más largas las
distancias; andas sin esfuerzo y, aún recorriendo un corto
trecho parece, tras la pantalla de árboles, que los espacios
se han multiplicado. No sabía cuánto, pero me había alejado.
Verdaderamente fue para mí una sorpresa. Copié el rito de
las viejitas y, en unos minutos, encontraba los níscalos
como si en toda la vida no hubiese hecho otra cosa. Llevaba
puesto un jersey, de esos que parecen plastificados, creo
que los llaman cortavientos y, a falta de otra cosa, me lo
quité y lo anudé a mi cintura para empaquetar en él les
setas que recogía.
-Eh! chaval...
Al oír el grito me giré. Miraba a un lado y a otro, pero no
veía a nadie.
-Ya te estás marchando de aquí, como sigas robándome los
níscalos te pego un garrotazo que te dejo tieso.
Seguí buscando al hombre que tan violentamente me gritaba y
le vi aparecer entre la malla de troncos. Aún estaba lejos
pero venía hacia mí, rápido, embravecido y alzando el brazo
para mantener el bastón alto y amenazante. Por un momento me
asusté pero, enseguida, recordando las palabras de la
viejecita cuando me dijo que el bosque era de todos, supe
que yo no estaba robando nada a nadie, que era muy libre de
pasear por el bosque y recoger tantas setas como quisiese y
que ese energúmeno no podía intimidarme como pretendía
hacerlo.
Le esperé, le dejé acercarse y, mientras llegaba a mí,
pensaba en cómo convencerle de que no hacía daño a nadie,
que sólo quería un puñado de setas para llevarlas a casa y
darle una sorpresa a mi madre. Iba a decirle que no le
molestaba, que ni tan siquiera me había acercado a la zona
por la que él rebuscaba, que desde luego, si él estaba en el
bosque yo también podía estar. De todo eso apenas pude
decirle nada, ya estaba cerca y vi que, además del bastón
enarbolado en su mano derecha, llevaba en la izquierda una
navaja. Las mujeres me habían dicho, hacía un rato, que era
bueno cortar el pie de las setas con una navaja, así no se
estropean, y él la llevaba. No era muy grande pero sí
suficiente para propinarme un buen tajo y al pensarlo me
entró un poco de miedo, ¿por qué negarlo?
Llegó a mí, me empujó y yo me separé unos pasos, me acuso y
yo me defendí, me insultó y yo le rebatí, pero, cuando de
nuevo se abalanzó sobre mí y rodamos por el suelo, no fui
capaz de entender nada, claro que tampoco tuve mucho tiempo;
en el forcejeo había perdido su bastón pero no soltaba la
navaja y yo no hacía mas que mirar a sus ojos y a su mano, a
su puño, con el que no dejaba de golpearme, y a la afilada
hoja de la pequeña arma que, en la penumbra de un bosque de
sombras, no brillaba.
Después de unos cuantos puñetazos y revolcones ya no podía
pensar y cuando me vi libre de la brutalidad de ese hombre
quedé sentado en el suelo con las piernas dobladas, los
brazos sobre las rodillas y la cara escondida entre las
manos, como buscando algo de calor para mis mejillas que
compensara el desagradable frío que se había instalado en
mis entrañas.
No podía retirar mi vista de aquella herida; seguía
sangrando y las piernas de aquel hombre, como en pequeñas
convulsiones, se agitaban incontroladas. El corte era largo
y seguro que profundo; recorría la garganta arrancando muy
cerca de la nuez y de tan limpio y preciso como era me
recordó la maña de los matarifes para acabar con los
animales.
Acerqué el coche, nadie me vio, cargué el cadáver en el
maletero y junto a él dejé el jersey que, aún anudado a mi
cintura, guardaba un par de docenas de setas.
Me alejé de allí y fui directo a un lugar lejano que conocía
bien. Subí a lo alto del risco, miré, como para convencerme,
al fondo del barranco y deje caer el cuerpo de aquel
desgraciado.
Yo no fumo pero en ese momento me hubiera gustado tener un
pitillo a mano. Quedé tumbado mucho tiempo esperando que
cesase el temblor que no me dejaba caminar y miraba al
cielo; tenía una luz especial y aunque no podía ver la luna
veía su claridad en el horizonte, por detrás de las
montañas. Pronto asomará, pensé.
Sentados a la mesa observaba, sin apetito, como mi madre
daba buena cuenta de las setas que había salteado con un
molido de ajo y perejil al que añadió, en el último momento,
unas virutas de jamón y, sin pensarlo, le dije:
-Madre, ¿sabe que hay gente que muere por culpa de las
setas?