Los pueblos indoeuropeos creían que el fantasma del muerto
continuaba viviendo en la tumba donde yacía el cadáver. Por esto
enterraban con él alimentos, armas y joyas y, a veces,
sacrificaban sobre ellas a su mujer y a sus esclavas. Pero estas
ofrendas no eran siempre suficientes. Los muertos eran espíritus
celosos y maléficos y volvían a la luz para robar alimentos o
beber la sangre humana que debía reanimar su lánguida
existencia. Para rechazarlos y apaciguarlos, los romanos
celebraban las Lemuria los días 9, 11 y 13 de mayo. Los
lemures eran los espíritus de los muertos, los aparecidos.
A media noche, el jefe de la familia se levantaba y con los pies
descalzos recorría los pasillos de la casa haciendo chasquear
los dedos para espantar a los espíritus, arrojando hacia atrás,
sin volver la cabeza, habas negras y repitiendo nueve veces
seguidas: "Con estas habas me rescato y rescato a los míos.
Finalmente, después de una lustración con agua sagrada, golpeaba
una placa de bronce, repitiendo otras nueve veces: "Espíritus de
mis antepasados, ¡fuera de aquí!"
A medida que la civilización progresó, los romanos se habituaron
a considerar a los difuntos como miembros de la familia que
vivían en una especie de ciudad de los muertos. Hubo entonces
deberes que cumplir para con ellos: ofertas de miel, leche y
aceite, guirnaldas y rosas, y celebración de una comida, a la
cual invitaban al muerto, pedían su bendición y se despedían de
él con estas palabras dirigidas al alma desde entonces
bienaventurada: Salve, sancte parens ("Salud, oh, padre
santo").
Esta comida fúnebre era conocida como Novembiale. El 22
de febrero toda la familia se reunía de nuevo en la casa para un
convite común (fiesta de las Parentalias).
Los muertos divinizados, con una denominación aduladora, los
manes, (que significa "los buenos"), además de dioses
protectores de la familia, eran protectores de los sepulcros, de
donde viene la fórmula Dis manibus, que se escribe con
las siglas D.M. en los epitafios.
Todas esas ceremonias sentimentales reseñadas deben ser
consideradas como una excepción en la vida de los romanos.
Práctico, positivo y formalista, el romano mantuvo una actitud
de respeto, pietas. El dios, a su vez, estaba obligado
a pagarles en la misma moneda. Violar el contrato hubiese sido
impietas; ir más allá de lo obligado, una
exageración, superstitio.
Lo que llamamos devoción estaba fuera del pensamiento romano y
el entusiasmo místico les hubiera chocado. Por esto no favorecía
la piedad individual. Apenas si Catón permitía a los esclavos de
la granja celebrar una sola fiesta al año. El pater familiae
(cabeza de familia) ejercía el oficio de Sacerdote de su casa y
sacrificaba en nombre de todos.
Paralelamente, el culto público se concentró en manos de
funcionarios y magistrados, de manera que no existía una casta
sacerdotal poderosa.
Vivir en paz con los dioses (pax deun), estar en buenas
relaciones con ellos, era su constante anhelo, y cuando el fiel
había cumplido su voto, usaba esta fórmula: "He cumplido mi voto
con el derecho y buena voluntad que convenía."