Se acerca la Navidad, la fiesta cristiana por excelencia, y ya
el sonido de las zambombas, panderetas y carracas -matracas les
llamamos por aquí (como a los políticos)- llenan los aires
acompañando villancicos y otras canciones que nos predisponen al
espíritu navideño. Naturalmente, es fiesta jubilosa y larga y se
extiende en el tiempo hasta la no menos festiva noche de San
Silvestre, última del año, donde, entre brindis y abrazos,
rodeados de caviar del Mar Negro y burbujas francesas,
serpentinas y confetis, campanadas y taponazos, desearemos lo
mejor del mundo a amigos y deudos, compinches y colegas,
camaradas y cofrades y, en fin, a cuanto prójimo o prójima se
tercie por las bandas o se nos pongan por delante (disculpen si
omito por detrás).
Pero no se queda ahí la cosa, no, y aunque no vamos a mencionar
la fiesta del 1 de enero, día de Año Nuevo, por motivos obvios
(ese día hasta bien pasada la tarde no se ve un alma en la
calle), tenemos continuidades para nuestros jolgorios con la
celebración del día de la Epifanía -más vulgarmente conocido
como Día de Reyes- al que llegamos a trancas y barrancas, vacíos
bolsillos y carteras, con el mal recuerdo de lo poco que duró la
paga extra y el repeluzno de los ceros añadidos a la tarjeta de
crédito, pero con una media sonrisa de satisfacción abombándonos
los carrillos mientras vemos a la Gordi liada con su manual de
instrucciones y su nuevo móvil con Bluetooth, Flashcámara, banda
ancha, tecnología 3G y frenos de disco y a los nenes con sus
nuevas consolas capaces de matar a tres millones de alienígenas
-o lo que se tercie- con sólo pulsar un botón.
Pues, eso, qué quiere que les diga, que tantas santas fiestas
obliga a todos, incluidos los emborronacuartillas más procaces,
cáusticos y deslenguados (el inteligente lector sabrá si debe
incluir aquí al dicente), a poner carita de niño bueno, a
disfrazar en lo posible el goteante colmillo y a rebuscar en los
adentros a fin de encontrar las nobles y justas palabras con las
que desear paz y felicidad al resto de la caterva de mangurrinos
que viaja codo con codo a bordo de este antiquísimo y
destartalado vehículo terráqueo.
En fin, que ya sé que hay más intereses mercantiles que
auténtico sentir religioso, más "agostos" peseteros que devotas
festividades, más humana adoración al becerro de oro que
veneración a lo divino, que, aunque todo el festejo se promueva
en honor de pías ideas, al cotarro lo mueve más el motor de la
pela y la satisfacción de los humanos vicios, tan nuestros, tan
cercanos, que la admiración y respeto al mismísimo Dios,
omnipotente e inconmensurable ser que sabe Dios por dónde anda,
pero... teniendo en cuenta que no es sino una mínima tregua, un
temporal alto el fuego, un breve armisticio para continuar
escopetas en alto apenas los niños hayan terminado de destripar
los juguetes y los altavoces callejeros silenciados sus festivas
arengas, me voy a permitir sacar a la luz lo poco bueno que
pueda quedarme entre tantas cicatrices y mordeduras y, de todo
corazón, con auténtica sinceridad, desearles salud y suerte,
tranquilidad y sosiego, sueños felices, bellos amaneceres y luz
y color y alegría en sus vidas...