Las manifestaciones recientes contra la globalización son un
síntoma -uno de los muchas síntomas-que pueden surgir como
boomerang de la misma democracia. La actitud enérgica ante
cualquier indicio de hacinamiento o de infravaloración de los
seres humanos surge lo mismo de la conciencia de grupo que del
carácter no alienable que es consustancial al individuo,
independientemente de su integración en el grupo. Es cierto que
habrá muchos de ellos a los que no les importa hacer de bulto en
la masa, pero hay otros, tal vez los menos, que se resisten a
perder la dignidad y tampoco soportan que otros la pierdan o
sean engañados por los poderes que defienden oficialmente la
democracia.
Como ya hemos dicho en artículos anteriores, Renato Descartes,
el filósofo francés padre del racionalismo continental, dejó
escrito aquello de que el sentido común es lo que mejor está
repartido entre la gente. Esta frase es la madre de todas las
democracias europeas posteriores. Y en nombre de ese "sentido
común", que se supone tienen todos los individuos, se puede
establecer una constitución consensuada y vertebradora de las
acciones sociales. Todo esto está muy bien. Pero los creyentes y
defensores de la democracia -que suelen ser intelectuales, es
decir, hombres de ideas, hombres que manejan las ideas, que
escribe ya sea libros, ya sean columnas de opinión en
periódicos- tienen que pagar el reconocimiento de ese sistema
político con unas consecuencias inevitables. Las masas son hoy
las dueñas de todo ese tinglado socio-político sobre el que se
asienta Occidente. A los que nos gobiernan los votan las masas.
Los que van a gobernar se siente "inspirados" en los atriles y
enarbolan banderas de proyectos y promesas, y también diatribas
contra los adversarios. Las masas son las que llenan un estadio
o una plaza de toros o un cine ayudando al mantenimiento de sus
estructuras y ganancias. Del hecho de que haya gente en una
inauguración de pintura, escultura o presentación de libro
depende, en parte, su éxito. (Como es de suponer, las masas no
acuden a estos actos minoritarios, y no porque los políticos no
las eduquen, seamos honestos, sino porque ellas no se educan, y
se dejan, en cambio, arrastrar por la inercia de lo fácil.)
Sin embargo, en contra de lo que parece, las masas no son
garantes de la democracia ni son su finalidad, sino su medio, su
materia moldeable, la diana a la que apuntan las ideas del
sistema, el eco necesario de la política imperante. Las masas
son el coro para que los protagonistas de la tragedia ejecuten
su papel, que, a su vez, ha sido elaborado por un genio creador
de sistemas, heredero que es de una dialéctica de la historia.
En la Edad Media las masas fueron cristianas y tenían a los
santos (véase la vida de san Vicente Ferrer o de san Antonio de
Padua por ejemplo), a los frailes y a las monjas como referentes
de sus vidas. Después de las revoluciones y la
industrialización, las masas quedaron huérfanas de tutela ética
y estética. Con la llegada del cine y de los demás medios de
comunicación, las masas vuelven a sentirse amparadas y
alienadas. ¿Qué político, en nombre de una democracia seria y
comprometida con la cultura, se atrevería a suprimir los
programas de televisión que todos conocemos? ¿Sufragan los
políticos revistas literarias selectas? No, porque eso va
dirigido a poca gente. Es necesario apoyar económicamente lo que
implica mayorías, pues eso redunda en el éxito, ya que éste se
mide por el número y su estruendo.