Nuestro viejo y muy querido amigo el Diccionario, haciendo honor
a su más que probada virtud y sapiencia, si le preguntamos
acerca de la amistad, nos dirá escuetamente que es un
sentimiento personal, puro y desinteresado, ordinariamente
recíproco, que nace y se fortalece con el trato.
Nada más que añadir. Sin embargo, fijémonos que ese sentimiento
llamado amistad opera siempre como una solución de continuidad a
la inmutable ley que distingue a las paralelas. Es decir, que,
surgiendo de la nada como un fogonazo, toma cuerpo y se erige en
irrechazable argumento para que dos personas, generalmente, de
vidas, características e idiosincrasias paralelas, rompan esa
ley, se crucen, converjan, coincidan, se encuentren en un mismo
plano para componer un todo armónico y gratificante. La amistad,
de la forma que la entendemos ya por su definición, es, qué duda
cabe, uno de los sentimientos que más reconforta, anima y
gratifica a los seres vivos.
¿Quién no ha tenido o tiene este sentimiento? ¿Quién a lo largo
de su vida no ha tenido o tiene uno o más amigos? Todos
recordamos a amigos de la calle donde vivíamos, de aquel lejano
colegio de la niñez, de los locos años adolescentes, de la
Facultad, del servicio militar, del trabajo, de relaciones con
clientes, colegas, jefes, subordinados... Los conoces un día, te
caen y les caes bien, se comparten ideas, ratos, charlas,
vivencias... A veces, muy a veces, con alguna persona
determinada, la amistad crece a unos niveles superiores, creando
lazos más fuertes y arraigados incluso que los filiales.
De los amigos, a veces, qué duda cabe, te pueden venir las más
crueles y dolorosas puñaladas traperas, pero otras, son como la
sangre, que acude siempre a las heridas sin que nadie la llame.
Mejor o peor, los amigos -y las amistades en general- están ahí.
Los ves, charlas, compartes... A veces son el único apoyo, el
mejor confesor, la única mano tendida, otras eres tú el que
tienes que prestar tu hombro para aliviar sus sienes doloridas.
Y así pasan los días, los años... Un día, por la prensa, por
otro amigo o por algún familiar, te enteras de que fulanito a
sufrido un accidente, de que está en el hospital con una cosa
mala ...o de que ha fallecido. Lo visitas, lo animas y te
ofreces para lo que encarte si es el caso, o, si es el otro
-puta vida- chascas la lengua y asumes que sólo te queda ir a su
entierro... Velatorio, pésames, caras tristes, alguna lágrima,
un último adiós mientras cierran su tumba allá en el cementerio
y los recuerdos que afloran para pasar a los arcanos de la
memoria. Pobre fulanito...
Aunque las cosas no siempre son así... Una singularidad que
afecta a la amistad en estos tiempos de las nuevas tecnologías,
y que es obligado reseñar por sus circunstancias novedosas, es
la de los amigos que se crean a través de Internet.
Casi a diario se conocen nuevas gentes, bien en foros, en chats
o IRC, con los que se habla o se intercambia una más o menos
fluida correspondencia por email -y que terminan por sobrepasar
el plano de los temas comunes que les han llevado a conocerse-
o, como en mi caso particular, por ser editor de una revista, de
autores interesados en publicar en la misma.
Pero, sin particularizar el tema -porque esto ocurre de la misma
forma en general-, lo reseñable es que, de entre las personas
del grupo o del chat con las que hablas o te escribes, siempre
hay alguna que te cae bien, con la que te identificas y a la
que, a pesar de no haberle visto nunca la cara, en cuanto llevas
un tiempo, comienzas a tenerle un sincero afecto. Y así, con
charlas o mensajes con regular frecuencia, te llevas uno, dos,
tres años...
Todo bien hasta que observas que no ha habido respuesta al
mensaje que le mandaste aquella mañana. Esperas un día, dos
días, tres... y nada. Escribes de nuevo y sigues sin obtener
respuesta. Entonces comienzas a pensar en qué habrá sucedido y
las posibles respuestas; claro, tendrá problemas con el
ordenador, puede que algún virus o la conexión... Pero cuando
los días se siguen sucediendo, cuando ves pasar dos semanas,
tres, un mes, y nada... Entonces es cuando te pones a pensar en
lo de los accidentes que hay, un ataque al corazón, una caída,
quién sabe... La familia no te conoce ni sabe de ordenador,
Telefónica te dice que fulano de tal no consta como abonado de
tal sitio... Sólo te queda esperar ...y seguir pensando en lo
peor.
A veces, un día, tres o cuatro meses después, recibes un email
del amigo perdido y te cuenta la problemática que le mantuvo
alejado del PC y de los emails. Otras, no sucede así y el
silencio continúa para siempre.
Son muertes anónimas, sin despedida, sin opciones que
justifiquen el porqué de la preocupación o la pena que se
siente, sin más nada... Sólo la extraña sensación de haber
perdido a alguien a quien apreciabas, a un amigo a quien nunca
viste cara a cara, con el que ni siquiera te pudiste tomar esos
whiskys en el proyectado encuentro durante las próximas
vacaciones, pero por el que sentías auténtico y sincero afecto.
Afortunadamente, no es mi caso (mi amigo Carlos, que me ha hecho
sentir todo eso -y lo ha justificado-, gracias al cielo, sigue
ahí vivo, el muy c...).