Se sabe que el enterramiento de los muertos fue uno de los
primeros rasgos de los varios que caracterizaron los albores del
homínido, en esa curiosa transición a la humanidad tal y como la
conocemos hoy. ¿Qué sentimiento motivó este acto entrañable
entre los de continua y sangrienta hostilidad entre tribus e
individuos entre sí? Tratados innúmeros de sociología se han
escrito para desentrañar tal incógnita, que es, junto al amor y
la paternidad, el anuncio de una madurez propiciadora de la
civilización.
A todos se nos viene a la mente un clásico famoso del tema. Se
trata del Libro egipcio de los muertos. Es un conjunto de
papiros en los que se conservan los ritos funerarios de los
antiguos egipcios. El cuerpo del volumen es un vasto monólogo
que el difunto se dirige a sí mismo como a las entidades supra
terrenas. Aquí no entraremos en detalles. Seguiremos con la
intención que nos lleva, como dice el título del artículo, a
preguntarnos si en ese acto piadoso hacia los muertos hay
efectivamente un culto de negación a perder el difunto o bien
una convicción de que el difunto exhala un alma que vive en otra
dimensión. La obra anteriormente citada opta por esta última
creencia.
Pero esto no ocurre así en muchos dolientes a los que vemos en
ida y venida al cementerio como si velando los restos de un
difunto propio continuaran poseyéndolo. Sabido es que en otras
civilizaciones los familiares van al camposanto como a un
romería llevando frutos como si el fallecido participara de ese
esfuerzo de los vivos para negar la muerte. Tenemos el caso de
ciertas costumbres mexicanas vistas en reportajes de televisión,
y que no son las únicas. Evidentemente hay un residuo pagano en
esta actitud que subsiste en las almas que no han meditado sobre
la utilidad de esa ceremonia, que nada tiene que ver con la misa
católica, consciente ésta de que se pide por el alma del
difunto, con el fin de que encuentre en su viaje por el
trasmundo, mediante la misericordia divina, ánimas benditas que
le ayuden en su itinerario hacia la Luz definitiva, como es el
caso de lo que se dice en el Libro egipcio de los muertos.
Que el protestantismo niegue la inutilidad de las oraciones por
los difuntos no reduce en nada el deseo de un doliente
protestante en lo que se refiere a anhelar para su fallecido un
descanso eterno en el seno de Dios. Incluso una iglesia de
índole intelectual como es la Iglesia Católica Liberal, nacida
de la reforma de los viejos-católicos, y tan próxima a la
Teosofía, considera positiva la oración por un ser querido que
se pierde en las brumas de lo trascendente. Si analizamos desde
el punto de vista humano esta íntima aspiración, comprendemos
que ello es consustancial a la condición humana. El rito de las
preces (y en el caso católico, el sacrificio de la Misa), es una
etapa reflexiva y superior al primitivo culto a los muertos,
que, a pesar de su folclorismo en ciertos lugares, denota un
reiterado intento a no renunciar a la pérdida de los seres
amados. De este amor ha nacido la fe en que de una u otra manera
"no todo se pierde", como dice el tópico popular, y el realismo
pragmático de la incredulidad o la indiferencia es una ruptura
con ese hilo conductor que empieza en nuestro sentimiento de
doliente y acaba en el Misterio de la unidad eterna y final del
Amor. Después de todo, quién sabe.