En la pluralidad de opiniones que caracteriza actualmente a
nuestra sociedad, esta pregunta puede tener más de una
respuesta. Más de dos o más respuestas habría que decir. En
conjunto, la sociedad española se inclina por la creencia de que
nuestros difuntos están en uno de los tres estados -que no
sitios- que la religión católica ha definido dogmáticamente y
que el presbítero Enrique Pardo Fuster expone en un libro,
relativamente reciente, titulado La vida en el más allá.
Los tres estados-infierno, purgatorio y gloria-, que el
protestantismo reduce a dos eliminando el purgatorio (sin tener
en cuenta aquellas palabras dichas por Jesús en Mateo, 5, 26:
"De allí no saldrás hasta que no hayas pagado el último
céntimo", metáfora elocuentísima que da esperanza para concebir
el segundo estado), son perfectamente correlativos y están en
consonancia con la lógica de la vida en la escala de maldades y
bondades. Otro ejemplo (Mateo, 18,30), que también puede servir
para conjeturar la existencia del purgatorio (contra la negación
protestante): "Y le hizo encerrar en la prisión hasta que pagara
la deuda".
En el mundo clásico, que es como decir en las religiones de las
culturas mediterráneas, existía el Amenti egipcio, el Hades
griego y el sheol hebreo. Era un estado en que las almas vagaban
por valles tristes o siniestros, dependiendo de la experiencia
acumulada por ella en la tierra. Incluso se admitía un estado de
alma deambulando sin norte por las tinieblas de la
inconsciencia. Para las más elevadas estaban los Campos Elíseos,
en los que una mayor lucidez y una pureza de costumbres
adquiridas en la existencia terrena, le propiciaban una
proximidad a la vida de los dioses (¿ podríamos en el
cristianismo traducir por escalas angélicas?). En algunos casos,
para tocar estas alturas gloriosas se necesitaba la llamada
iniciación, llevada a cabo a través de diversos rituales que
facilitaban a los aspirantes el paso a un nivel mayor de
espiritualidad.
Por supuesto que la reencarnación era una creencia común en
todos esos pueblos en el Mundo Antiguo. En Mateo, 16, 13-14 y en
Marcos, 8, 27-28 Pregunta Jesús: "¿Quién dice la gente que es el
Hijo del Hombre?". Ellos contestaron: "Unos dicen que eres Juan
el bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o algunos de
los profetas". Esto, independientemente de que Jesús estuviera o
no de acuerdo con esa especulación de sus interpelados,
reproduce a las claras cómo este tema estaba candente en la
sociedad de entonces.
La Teosofía ha tratado este tema con máxima escrupulosidad y en
las obras de Arthur Powell el mencionado asunto está expuesto
con lujo de detalles; ahora bien, la estratificación del
peregrinaje del alma hacia otras regiones coincide con la
mostrada por la Iglesia, con la diferencia de la terminología.
Sea como fuere, todas las iglesias y doctrinas pitagóricas dan
una esperanza frente al atomismo. El atomismo de Leucipo,
Demócrito, Epicuro y Lucrecio argumentaba que estamos compuestos
de átomos y que éstos perecen todos después de la muerte.
Modernamente el biólogo francés Jacques Monod renovaba esta
teoría apoyándose en el evolucionismo. Pero, ¿hemos de perder la
esperanza en la inmortalidad de nuestros difuntos?
Escribía el poeta mexicano Amado Nervo: "No todos los muertos
contemplan a Dios./ ¿Tú piensas que basta morir para ver/ese
gran misterio del que vas en pos?" Incluso una lógica de para
andar por casa nos asegura que quien en vida no tiene interés
por los niveles superiores e intuitivos del espíritu, después de
muerto tendrá conciencia solamente de lo que se ha llevado de su
existencia temporal. Quien haya vivido de frivolidades,
ambiciones, gulas, avaricia, lujuria, envidia, crímenes y otras
pasiones vinculadoras a la tierra, en el despertar de su
conciencia postmortem sentirá como en un umbral de intenciones
esa apetencia que las religiones han insertado en infierno
(etimológicamente `lugares bajos`) y purgatorio para quienes han
experimentado en vida periódicas o definitivas ansias de cambio
de conducta. La Doctrina Secreta habla de siete planos. Hay un
libro escalofriante de Arthur Powell titulado El plano astral,
en se que da una descripción detallada de estas postrimerías.
La mentalidad popular tiende a apelar a la misericordia divina
para quienes ni siquiera creían en una vida trascendente o para
quienes cifraban todos sus intereses en este mundo. Pues bien,
ni incluso las personas de buena conducta que sienten desvelos
por los suyos, como los casos dramáticos de madres y padres que
se angustian por el porvenir de los hijos que dejan en el mundo,
encuentran "la paz del Señor", a menos que las vibraciones
espirituales vayan aflojando hasta quedar desvinculadas de la
memoria de lo terreno.
Si echamos mano a un libro titulado Los muertos nos hablan del
sacerdote francés François Brune (podríamos consultar muchos
libros más, por ejemplo los que cita Brune al final de su obra),
nos percataremos de cómo los muertos, en una primera etapa
después de su defunción, no abandonan nuestro entorno y, merced
a unos poderes espirituales que se manifiestan en la otra
dimensión, tienen capacidad de revelar síntomas de supervivencia
desde su nuevo estado, y que el cura y teólogo galo testimonia
honestamente, según él, con grabación de voces de difuntos en
cinta magnética, filmación de vídeo del más allá, así como otros
fenómenos que la parapsicología usual ya ha tipificado como si
fueran "temas clásicos" del asunto.
Este libro, como otros que tratan de esta delicada y fascinante
materia, tiene una visión positiva de nuestro viaje a la otra
orilla. Brune no cree en la reencarnación y cifra toda su
esperanza en la presencia de un Ser luminoso tras el
adentramiento de una zona en la que lo que había en nuestra vida
temporal de profundo, limpio y noble se desarrolla debido a un
clima propicio que pone a prueba, por otra parte, lo que de
espiritual hemos sido capaces de acumular aquí. En suma, nos
llevamos al más allá lo que hemos acumulado en nuestro haber de
experiencias decisivas.
¿Dónde están nuestros difuntos, a tenor de esta teoría nada
descabellada, sino por lo contrario, sensata y plausible si
aceptamos que en nuestra insondable intimidad hay
potencialidades de las que no somos conscientes y de las que la
llamada "ciencia extrasensorial" nos pone en sobreaviso?
Si, como decía el poeta, no todos los muertos han llegado a
contemplar a Dios ( o sea, participar de la amplitud del
conocimiento en pos de la Verdad, del amor universal y la sed de
Vida eterna), ¿qué podemos hacer por ellos para que se acerquen
a esa órbita privilegiada? La Iglesia católica aconseja el rezo
por sus almas, como si la concentración de nuestra mente y la
invocación a Dios y a sus fuerzas intermediarias pudieran ayudar
a quienes lo esperan en el reino invisible. Después de todo, ¿no
es una esperanza?