Alguna vez fuiste libélula y dejaste que la noche amaneciera en
tus ojos encantados. Fue cuando el mar suspiraba olores de
levante y las flores olían a selva virgen, a tierra sin
horrores.
Me dejaste tus brazos con cicatrices imperfectas que la vida
había ido marcando de adioses en madrugadas fantasmas, y me
ofreciste un rincón estrecho para recomponer caminos con sendas
oscuras y rumbos perdidos a golpes de pala y bayoneta.
No me hablaste. Tus ojos se habían ahuecado en los tirabuzones
del placer efímero, traspasando caballos y corceles teñidos de
grises en los toboganes de un escapismo hacia el infierno,
queriendo buscar la gloria del olvido para no saberte tan
frágil, buscando agujas y jeringas de mil usos para el hambre de
tus venas.
Siempre supe que tenías las horas contadas, y que el hueco que
buscabas era tan sólo un espejismo para escapar de la nada que
se había acurrucado entre tus carnes de terciopelo viejo. Quise
decirte que aún permanecía el sol alumbrando primaveras, que, a
pesar de la sangre y la furia de los dioses amnésicos, yo
conocía el lenguaje de las ardillas y el canto de las caracolas
que esperan la llegada de las mareas para musicar sus ecos, que
entre ambos podríamos todavía descubrir la magia de las
serpientes o el ulular de las chicharras antes de la siesta.
Casi me sonríes. Te vi torcer los labios en una mueca de
placer-angustia y pude entender, mientras tus pulmones se
emborrachaban del veneno-amigo, que habías elegido
definitivamente la voz de los dragones y de los corsarios,
porque tenías miedo de las princesas y de los timoneles sin
rumbo.
Que tu barco, de mil batallas perdidas sin combate, había
arrojado el ancla y desbordado la brújula por estribor sin más
mensaje en la botella que una sobredosis suicida de miedo y
muerte, en un cristal opaco sin futuros.
Intenté rezarte... pero sólo pude desclavar la aguja de la
última cicatriz antes de sentirme vencido.