Tuve que matarla. Me había prometido sexo sin límites y sin
descanso. Le recordé muchas veces que yo estaba ya llegando a
los 60 y que ella apenas rebasaba los 16, porque no quería
sufrir desengaños que luego pudieran ser dolorosos. Lolita me
sonreía siempre con una mueca de desprecio irónico entre sus
grandes dientes. Me convenció que sólo los hombres bien maduros
la excitaban hasta llegar al paroxismo. Intenté olvidar sus
carnes recientes y frescas, sus muslos turgentes, sus pechos de
acechante tersura, su sexo prohibido y jugoso... pero sus gestos
provocaban mi libido atardecida cada vez que me acercaba por su
casa y la observaba desde detrás de los magnolios del jardín: su
lengua juguetona y ofrecida seducía mis deseos de macho, y el
descaro de su mímica sin tapujos enardecía mis instintos más
dormidos.
Tuve que matarla. No pude soportar el engaño fragrante.
Aquella mañana vi a Lolita copulando, sin ningún recato, con
Lolo, el chimpancé africano que acababan de adquirir en el
Zoológico.
Ya sé -como le dije al inspector- que no es frecuente enamorarse
de una mona, pero juro que mi amor era sincero, y estaba
dispuesto a cambiar mi vida por ella.
Me han condenado a 3 años por "delito ecológico": ni siquiera mi
abogado ha entendido que se trató de un "crimen pasional"...