Confesarlo
ahora no me cuesta nada, pero durante mucho tiempo me produjo
una extraña vergüenza: soy una persona superlativamente
distraída. Extravío constantemente mi camino, al punto de que si
me detengo a contemplar algo, no puedo recordar qué dirección
llevaba. Me he perdido a dos cuadras de mi casa, para no hablar
de los sitios que frecuento poco. En el extranjero soy feliz,
pues se considera natural que pregunte constantemente cómo se
llega a un lugar, pero imaginen tener que preguntar cómo
regresar a mi hogar, al regreso de la panadería.
Cuando mi hijo Ray era pequeño, me daba pena decirle que su
madre no tenía noción o instinto alguno para orientarse. A veces
un camino de 300 metros se convertía en un kilómetro. Cuando me
percataba de “que había vuelto a pasarme”, le inventaba una
excusa: lo había llevado hasta ahí para mostrarle aquel
edificio, o aquel parque, o aquel monumento tan importante...
Tendría él cinco años aquella tarde en el zoológico, yo no
lograba encontrar el camino que me llevaba a la puerta. Ya
habíamos visto por segunda vez la jaula de los gorilas, y yo le
había explicado “que quería hablarle un poco más de esos seres
tan inteligentes”. Pero ahora, por tercera vez, nos
enfrentábamos a la mirada escrutadora del primate.
- Es que -traté de inventar una excusa- olvidé decirte que...
- No te preocupes, mamá -dijo mi ángel guardián con una sonrisa
comprensiva, señalando una escalerita de piedras con el índice-
la salida queda para allá...