Vivimos, pese a todas las restricciones y carencias que
puedan salirnos al paso, en una época y una sociedad de consumo.
Una sociedad insaciable movida por la propaganda. Y una
propaganda (más bien debiera decir un pulpo enorme, opresivo y
omnipotente) que nos bombardea incansablemente y sin ninguna
piedad, a los ingenuos e indefensos consumidores, que nos vemos,
día a día, devorados por ella.
Admitamos, y creo que ya es demasiado admitir, que tal proceso
de absorción y deglución por la propaganda pueda ser conveniente
(¡jamás necesario!) para promocionar negocios, hacer correr el
dinero, promover empleo y todo cuanto queramos añadir... Pero...
Y aquí surge el pero inexorable de siempre... Pero que esa
propaganda sea VERDADERA, que se arrope, exclusivamente, con el
manto de la honestidad y no con las desvergonzadas galas de la
MENTIRA.
Vale que nos achicharren con veinte o treinta marcas de
televisores, electrodomésticos de toda clase y de todas las
series y colores y líneas, productos de limpieza, detergentes y
mil anuncios más. Pero (vuelve el pero) que no nos coman el coco
con flagrantes falsedades y con asertos que son tan inexactos e
imposibles como un reloj de sol en los polos. Si de verdad, de
verdad, ZYX, HIJK, o cualquier otro producto, lava tan
milagrosamente que arranca todas las suciedades y borra toda
huella de mancha, que lo prueben y demuestren ante un tribunal
de justicia (incluido el testimonio de un jurado de casa) y, si
no es así, que les impongan un multazo tal que les quite las
ganas de seguir mintiendo.
Nos dicen, ¡pobres!, que nos lo venden perdiendo dinero, que se
arruinan por complacemos, etc. Pero ni duros a cuatro pesetas
(porque serán falsos) ni magia potagia ni embustes de tomo y
lomo como los que se propalan, descaradamente, en los anuncios o
(como pomposamente comunica el presentador de turno en alguno de
esos programas televisivos que sufrimos) en los «consejos
publicitarios» que generosamente se nos brindan.
Ya sé que el hombre, en cuanto pierde su individualidad de
persona única e irrepetible (lo que le concede toda su altísima
dignidad y su valor supremo) y se convierte en masa, peca de
gregario y «facílón». Pero tampoco hemos de ser tan tontos, tan
tontos, que siempre nos hallemos a punto de caemos del guindo,
que el sentido común y el discernimiento nos ha sido concedido
para algo. Y la cabeza ha de servir para algo más que para
peinarse o quedarse calvo.
Como yo decía siempre a mis alumnos, cuando aún no me habían
jubilado sin yo quererlo ni pedirlo, al contrario, «tontos, pero
no tanto».