Estos sabios duendecitos y sus ocurrencias... Podríamos llenar
enciclopedias con sus frases célebres, tal vez algún día nos
decidamos a hacerlo.
Le
pedí en una ocasión a mi hija Sarah que fotografiara, usando mi
cámara digital, que maneja bastante bien para sus cinco años,
"el objeto más interesante de la casa".
Estuvo casi media hora buscando y regresó con una foto de los
zapatos del padre, tal y como él los había abandonado en el
piso, a su regreso del trabajo.
- Pero Sarah, ¿esto es lo que más te ha impresionado de toda la
casa?
- Claro -me dijo como si fuera algo extremadamente obvio-, son
los pasos de mi papá.
Una amiga tiene, entre sus recuerdos de viajes, un incensario
dorado. Su nieto, en plena edad de escuchar historias, le
preguntó qué era aquello. Ella decidió aprovechar para contarle
la de "Aladino y la lámpara maravillosa". El niño le preguntó si
de aquella lámpara que ella tenía también saldría un genio. Mi
amiga negó con la cabeza, un poco frustrada. Él la consoló,
apoyando la manita en su hombro:
- No te preocupes, abuelita, tu lámpara es amarillosa.
Una compañera de estudios de mi hijo, demasiado joven aún para
pensar en ser madre, tuvo que quedarse cuidando a la sobrinita
para que los padres pudieran ir a una función de teatro. Entre
las mil recomendaciones que le dio su hermana, hizo hincapié en
que la niña debía tomar, a una hora determinada, una cucharada
de jarabe. Todo estuvo bien hasta que llegó la hora del
medicamento. Pasó por intentos de chantaje, amenazas, promesas,
pero Jessica, a pesar de sus cuatro años, tenía una capacidad de
negación increíble. Desesperada, buscó el manual y comenzó a
leerle todos los beneficios que le aportaría a su organismo
tomar aquella fórmula. La niña le quitó el papel de las manos y
le dijo, mirándola a los ojos:
- Tía, si es tan bueno el jarabe, ¿por qué no te lo tomas tú?
Andy, a los cinco años, odiaba profundamente tener que abandonar
sus juegos y entregarse al baño. Aquel día la madre se lo había
pedido, exigido, suplicado, sugerido... unas veinte veces.
Impaciente ya, lo tomó de la mano y lo llevó a la bañera. Ante
lo inevitable, él hizo un puchero. Apenada, ella le preguntó qué
le pasaba con el aseo personal:
- ¿No ves que es muy difícil? - le dijo, sollozando.
- Andy, si tú no sabes qué cosa significa difícil.
- Claro que lo sé -respondió el niño, que acababa de graduarse
de preescolar.
- Difícil es el antónimo de facilísimo.
Y hablando de baños, en mi caso era lo contrario. Mi hijo mayor,
Ray, solía pasar más de una hora en la ducha, había que sacarlo
casi a la fuerza, con los dedos arrugaditos y la carne de
gallina. Pero hubo tiempos difíciles, en que conseguir un jabón
era toda una proeza. Una tarde, al ver que había gastado en una
sola sesión la pastilla casi completa, perdí los estribos.
- Pero mamá -argumentó mi pequeño sabio, señalando su cuerpo,
que aún no medía un metro - ¿tú tienes idea de la cantidad de
células que he tenido que lavar?
Fotografía realizada por Sarah Graziella Respall
(a los 5 años y medio)