Mara Carrillo (texto) Flavia Maria Sopo Arzuaga (ilustr.)
La Habana (Cuba)
En mayo de 1982 mi hermano Luis estaba cumpliendo su servicio
militar en Buenos Aires, y formaba parte del Regimiento Primero
de Infantería Patricios. Usaban un uniforme que me resultaba muy
gracioso: de color azul oscuro, con grandes botones plateados,
tiras blancas que les surcaban el pecho formando una enorme X y,
sobre la cabeza, una simpática galera del mismo color con su ala
adornada por una pluma.
Cuando fuimos a visitarlo, con mamá, poco antes de la guerra, yo
no podía parar de reír.
Aún
no había cumplido mis seis años pero aún así ya había empezado
la escuela primaria; por aquellos años en Argentina el jardín de
infantes aún no era obligatorio y yo no había querido cursarlo,
decisión que mi madre respetó.
Pero no pudo admitir que perdiera un año completo de clases sólo
por el hecho de no tener seis años al momento de mi ingreso así
que, pensó, como cumplo años en el mes de junio, pensó que
comenzar en 1982 mi primer grado era lo más correcto.
Yo estuve de acuerdo porque desde chica me gustó la escuela, y
desde chica me gustó esto de escribir, mi mejor manera de
entender y expresar lo más profundo de mi ser.
Aunque debo admitir que ni el colegio ni la maestra habían
cubierto mis expectativas: mis compañeros eran algo intolerantes
conmigo -yo, la más pequeña del salón- y mi maestra era lo más
parecido que se ha visto en la Argentina a Margaret Tatcher. Al
menos, fisonómicamente hablando. Pero en realidad yo extrañaba
mucho a Luis, mi único hermano, y de ese enorme vacío en mi
existencia surgían el resto de mis problemas.
Por más que él era muy propenso a enojarse ante mis demandas de
atención y gustaba de infligirme toda serie de "tormentos", yo
literalmente lo adoraba. Cada una de sus actividades y cada uno
de los momentos que pasábamos juntos (en sus buenos días, eso
sí, cuando no se divertía asustándome o persiguiéndome por la
casa por las noches) eran para mí importantísimos
acontecimientos que por nada del mundo quería perderme ni
postergar.
Creo que la diferencia de edades existente entre nosotros
contribuía aún más a cubrir a Luis de una estela mágica, como si
fuera una especie de caballero medieval, o un poderoso mago
blanco que yo sabía que en el fondo estaba ahí para protegerme.
Pero él se había ido y yo no sabía nada de guerras ni de
muerte...no todavía.
Pero una tarde mi universo entero se resquebrajó. Al volver de
la escuela encontré a mamá llorando, sentada a la mesa de la
cocina. Tenía un papel en la mano; me acerqué a ella y
simplemente me abrazó, secándose las lágrimas, y trató de
sonreír intentando vanamente ocultar una tragedia que yo ya
intuía como tal.
"Luisito se va lejos, al sur, a defender el país", me dijo
acariciándome el cabello y yo sólo atiné a preguntar si podía
acompañarlo, irme con él en uno de esos camiones grandes que
pasaban por la tele. Y mi mamá no pudo menos que sonreír con
ganas, quizás por primera vez en el día, antes de contestarme
que no, que eso era imposible.
Trató de explicarme que había una guerra, que nosotros los
argentinos estábamos tratando de recuperar un par de cómicas
islitas que se encontraban perdidas en medio del mar, casi en el
confín del mundo.
Y yo me devanaba los sesos tratando de imaginar,
infructuosamente, para qué las querrían, si sólo había pingüinos
por allá. "Ah, sí, capaz que quieren hacer un zoológico con osos
polares y todo", reflexionó, inocentemente, mi mente infantil.
No recuerdo el tiempo en días, ni horarios. Apenas tengo un
esbozo de larguísimas jornadas de nostalgia. Todo lo ocurrido en
los meses que siguieron aflora de mi mente perezoso, envuelto en
un halo fantasmagórico, onírico. Se me cruzan difusas imágenes
de mamá, fumando un cigarrillo tras otro. O de papá, dando
vueltas por la casa enloquecido de impotencia, enfurruñado y
triste.
Y yo, sentada bajo el mástil de la escuela, abrazando la foto de
mi hermano sin oír la voz de la maestra que me llamaba al
salón... Esa hermosa imagen en la que él vestía su uniforme de
conscripto, posando en casa la última vez que nos visitó,
mientras se encontraba de licencia...
Nadie parecía entender lo que me pasaba. Ninguna de mis
amiguitas tenía un hermano en la guerra, y ninguna de mis
maestras parecía considerar la devastación que provocaba esa
situación familiar en mí. Pedían atención, concentración, me
pedían que jugara, y yo no era capaz de hacer nada de eso...
Sólo pedía a gritos, sin saber cómo, que alguien me
comprendiera.
En esos días comencé a ver la propaganda. Era oficial, supongo.
En la pantalla blanca y negra de mi televisor aparecía una nena
de cabellos largos y claros, sentada a una mesa redonda en donde
había colocado, bien cerca suyo, la foto de un soldado. Escribía
algo en un papel y, de fondo, una hermosa canción decía: "Hoy le
escribí una carta, a mi querido hermano, le puse que lo extraño
y que lo quiero mucho...".
Pasaron los años y yo crecí, pero jamás pude volver a escuchar
esa maravillosa melodía que me reconcilió un poco con todo lo
que me estaba pasando. Porque comprendí que no estaba sola, y
que muchos niños y niñas en mi país estaban sufriendo lo mismo
que yo.
No sé si tenía clara la idea de la muerte, era muy pequeña. Pero
sí sabía, de alguna instintiva manera, que Luis podría no volver
más. Que quizás nunca podría volver a enfurecerlo tirándole del
vello de sus piernas o haciéndole cosquillas en los pies
mientras dormía.
Y sencilla, literalmente, esa niña de cinco años que fui no
podía imaginar la vida sin su mago, su caballero indestructible
que todo lo podía y que, por gracia de Dios, era mi hermano. ¡Mi
único hermano...!
Entre la bruma del tiempo aún puedo identificarme con ese
profundo dolor, esa desolación (no hay nada más triste que un
niño desolado), ese vacío... y aquella melodía inolvidable.
Porque la niña de la tele también era yo, y la carta que
escribía era aquella que yo aún no había aprendido a escribir y
aquel hermano, tan lejos... también era el mío, presente en una
fotografía que recordaba los tiempos felices.
Mi hermano en la guerra... Tan lejos... En "Elsur", había dicho
mamá, pero "Elsur" no existía en los mapas, y yo no sabía leer.
Ni siquiera la cartografía podía acercarnos... A nosotros que, a
pesar de las diferencias, habíamos sido tan unidos...
La guerra terminó un 10 de junio, un día antes de su cumpleaños.
Ese año no pudimos festejarlo juntos. Y tampoco el mío. Creo que
jamás cumplí seis años... O, por lo menos, nunca los festejé,
aún cuando mamá me hizo la fiesta y mis amigos sí jugaron...
No sé cuánto tiempo pasó pero un día volví a verlo, en una
clínica, con la cara toda vendada y respirando dificultosamente
a través de un tubo de oxígeno. Cuando mamá me llevó me asusté y
no quise entrar a la habitación, a pesar de que tenía tantas
ganas de verlo.
Porque tuve la sensación de que no era él, de que me lo habían
robado, de que el muchacho de 18 años que se había ido a
aquellas islas tan lejanas no había vuelto del todo.
Y como los niños son tan sabios, años después comprobé que
aquella sensación no era tan equivocada.
Creo que esa tarde, al volver a verlo, así, comprendí que era
apenas un hombre. Vulnerable, frágil, mortal. Pero un hombre
adorado que, al fin, Malvinas me había devuelto. Y con vida,
después de todo.
Con el tiempo volvimos a jugar, casi como antes, aunque algo en
lo más profundo de su ser había cambiado y, aunque las heridas
del cuerpo sanaron, algo en su alma quedó lacerado por siempre.
Escuchaba sus gritos por las noches, mientras dormía, y corría a
su cama a tomarle las manos y tratar de salvarlo de su propio
infierno, un infierno de amigos masacrados y disparos de
metralla amenazándolo por doquier.
Un año después se graduó como policía. Y los directivos de mi
escuela invitaron al veterano de Malvinas al acto del Día de la
Independencia, para orgullo de mis padres y mi absoluta
felicidad. Recuerdo claramente que se sentó justo detrás de mi y
de mis compañeros de grado, irresistiblemente elegante en su
uniforme azul, el bigote perfectamente recortado, los guantes
blancos impecables, el arma enfundada en su cadera. Cuando
sonaron las primeras estrofas del Himno Nacional y todos nos
levantamos a cantar miré sobre mi hombro y lo vi, erguido y
ceremonioso, indeciblemente digno, ofreciendo su venia a la
bandera mientras dejaba correr una lágrima por sus mejillas y
toda la escuela lo observaba con respeto y la más profunda
admiración... Hasta el día de hoy, es uno de los más
maravillosos recuerdos de mi vida.
Y así fueron pasando los años, como se supone que han de
hacerlo. Él se casó y tuvo tres hermosos hijos que en algo
completaron su vida, y los gritos nocturnos casi cesaron por
completo gracias al trabajo de los psicólogos y el amor de su
mujer.
Pero cuando el invierno arrecia y el sol se esconde, caprichoso,
entre las nubes, cuando el frío y la llovizna calan los huesos,
el fantasma de Malvinas vuelve sobre él llevándolo a lugares al
que no podemos acompañarlo, por más que lo intentemos. Porque
quizás nos protege de tanto dolor.
Yo soy una mujer, ahora, que ya dejó atrás su adolescencia y
mucho más allá las ensoñaciones infantiles. Él es para mí un
hombre vulnerable y frágil, sí, pero es también un varón
valiente y comprometido consigo mismo y con su propio porvenir.
Un hombre en cuyos ojos aún pueden verse rastros de aquel joven
empedernido que no le temía a nada, ni siquiera a la muerte.
Pero, ¿saben?, a veces, al mirarlo, al sentir como estos
caudalosos torrentes de amor fluyen en mi alma por él, me gusta
jugar a que tengo seis años, aunque más no sea por un rato. Y
cuando me esfuerzo y lo hago -sorteando en el camino mis tontas
refutaciones adultas acerca de la realidad de las cosas-
inmediatamente la figura del caballero vuelve a erguirse
maravillosa, enfundado en su reluciente armadura de platino
indestructible que refleja los rayos de un millón de soles.
Y, espada en mano, mirándome con toda esa dulzura de sus ojos
rasgados de príncipe egipcio, emprende su lucha gallardo e
imponente, contra todos los monstruos que habitan debajo de mi
cama...