"Toma mi mano, verás que hay gorriones callados esperando tu
regreso".
Te pude contestar:
"No tengo ojos, y mis dehesas están cubiertas de muérdago
amarillo".
Pero preferí ladear el rostro para que no pudieras ver mis
lágrimas.
Fue entonces cuando me nacieron madrugadas en las rodillas, y
cuando los alcornocales me hablaron de futuros predecibles:
"Verás renacer el misterio de las palabras ocultas y el
despertar de otros besos, tan puros y fugaces como las melodías
de Otoño".
Acababa de repudiar el sonido de las noche de insomnio, las
rosas -ya sin sangre y sin espinas- de las avenidas que se
cerraron a los abrazos en el tiempo de las canciones perdidas,
los atardeceres de miel y almendras que se emancipaban de los
colores cubiertos de nieve.
No quise que los cuervos sobrevolaran el nido de los milagros,
porque siempre supe que las máscaras podrían reconvertir las
magias en figuras de hielo y en arterias a punto de la ira como
explosión de revanchas.
Tomé la paz del silencio oculto y la certidumbre de las esperas
-tan tercas como constantes-, y pude sentir, entonces, que había
pasiones que seguían rumiando primaveras insistentes, y manos
que derramaban suspiros, y caricias que no se quebraban en la
distancia de los deseos del aire.
Y murmuré al sapo y a la cigüeña:
"Aquí tenéis el quejido de la araña, la fuerza trasparente de
las olas que persisten por encima de los fondos oscuros".
Y nada pudo ya destruir el corazón salvaje de la montaña
despierta: los ojos se cubrieron de lunas nuevas, y las dehesas
se poblaron de susurros y esperanzas...