"....hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral.
Es toda ojos azules;
y en los ojos, lágrimas".
Manuel Machado
-Dios nos asista -gemía la abuela retorciéndose las manos. Tenía
unos dedos largos y sarmentosos. Hacía mucho frío ese invierno,
pero ni siquiera los sabañones impedían que la abuela Matea se
levantase al alba y trajinase todo el día. Ella era la que
aguantaba el peso del mesón y lo sabía muy bien. Su yerno y sus
hijos la ayudaban, pero trabajaban en el campo, labrando las
tierras de los otros, y eran ella y la chiquilla quienes ganaban
los menguados ingresos que prácticamente los mantenían. Sin el
mesón no sabía Matea si habrían sobrevivido mucho tiempo al
hambre porque las rentas de los campos eran escasas.
De la calle llegaba un ruido que iba aumentando progresivamente.
Los habitantes del lugar, grandes y chicos, hombres y mujeres,
ancianos y jóvenes, se precipitaban a la Plaza Mayor en confusa
algarabía. Oria, toda ojos, miraba a la abuela y la seguía tan
deprisa como podía, tan deprisa como que le permitían sus nueve
años recién cumplidos. Era una niña alta para su edad; muy
espigada, de cara rosada, hermosa y alegre. Y también demasiado
curiosa, como le reprochaba muy a menudo la abuela mientras le
daba un coscorrón flojo y le decía: La curiosidad mató al gato,
niña.
-¿Qué ocurre Matea? -le preguntó una de las vecinas- Te veo muy
atribulada.¿Qué son esos gritos?
-Dicen -y la abuela se santiguó y bajó la voz- que mataron al
rey.
-¿Al nuestro?
-¿Y qué otro rey nos importa? -replicó con impaciencia mientras
cerraba el postigo.
-¿Al buen rey Sancho? -se exclamó la vecina que parecía no
entender nada.
-Corre, baja, vamos a enterarnos. Malos tiempos corren para
Castilla, muy malos si nos quedamos huérfanos antes de tiempo.
No puedan mis ojos ver más desastres.
-No digas eso, Matea.
-Bien sabe Dios que vivo por esta niña, que si no ya me habría
muerto... para lo qué hago aquí, trabajar, trabajar y trabajar
-y eso lo dijo ya en un susurro para que la vecina no la oyera,
no convenía que dudasen de sus principios cristianos.
Matea, Oria -cada vez más asustada- y la vecina se encaminaron,
siguiendo a la riada humana que llegaba a la plaza. El mesón se
hallaba justo al lado y poco tuvieron que andar. El juglar
estaba ya instalado en una tarima. Otras veces su presencia
causaba alegría y jolgorio y los niños lo precedían cantando y
tratando de imitar sus acrobacias y malabarismos. Por un
momento, cuando el juglar llegaba, se libraban de los agobios de
su vida llena de trabajos desde que salía el sol hasta que se
ponía y así siempre. Un día y otro, sin treguas, sin ventajas,
sin novedades. Ni siquiera sabían leer ni escribir, ni entendían
bien los sermones a no ser que, el padre Jacobo los pronunciase
en romance, porque el latín se les había quedado ya muy lejano y
se entretenían mirando esas imágenes de las paredes de su
iglesia que les infundían respeto y miedo. Si la vida que les
esperaba en el paraíso no era mejor que ésta, mal aviados iban,
como decía la abuela cuando nadie la escuchaba. Por eso la
llegada del juglar hacía que se sintiesen un poco más felices y
aliviados; pero aquel día la desgracia precedía al recitador
quien, con semblante serio desgranaba las malas nuevas. Ni había
pedido vino, cosa rara, ni nada para comer. Algo muy grave había
pasado. Las noticias llegaban con retraso, pero no parecía que a
nadie le importase que ya hubiesen pasado varios meses desde el
magnicidio.
-Escuchad, burgaleses y burgalesas, escuchad. Quien tenga oídos
que los abra. Callad un rato:
"Rey don Sancho, rey don Sancho,
no digas que no te aviso,
que del cerco de Zamora
un traidor había salido:
Vellido Dolfos se llama,
hijo de Dolfos Vellido,
a quien él mismo matara
y después echó en el río.
Si te engaña, rey don Sancho,
no digas que te lo digo-". (1)
Y el juglar los fulminaba allí mismo, los aprisionaba con sus
voz y con sus gestos. Cautivos eran de sus palabras.
-No puede ser, en la noble Zamora, en su Zamora, un alevoso
traidor, ha acabado con la esperanza castellana- se estremecía
el clamor popular.
-¿Qué haremos ahora, Dios mío, qué haremos ahora? Mal año este
de nuestro Señor 1072, mal año y mala cosecha traerá el año en
el que el primogénito ha muerto -se exclamaban los más
supersticiosos.
-Tanta ambición no podía traer nada bueno -mascullaba la abuela
Matea y tiraba de Oria sin querer escuchar lo que seguía
declamando el juglar:
"Gritos dan en el real:
¡A don Sancho han mal herido:
muerto le ha Vellido Dolfos,
gran traición ha cometido!" (2)
-Dicen que fue Urraca.
-Mala hermana quien así obra.
-Nosotros nada sabemos.
-No, rey Sancho, no quisiste dar Burgos ni León ni Valladolid ni
Valencia ni Aragón, no quisiste y ahora un venablo te ha
traspasado.
-Vamos, Oria, que hay mucho trabajo en el mesón.
-Mal haya quien así mata a un rey, mal haya -gritaban las buenas
gentes cristianas presas de pánico.
Matea llegó a su casa, al mesón. Había mucho que hacer. Ella no
era burgalesa, su marido difunto sí y tras él había llegado
desde su tierra en la serranía de Cuenca. Mucho tiempo tuvo para
echar de menos a los suyos, a su madre y hermanas, pero más
tiempo tuvo aún para trabajar. Matea era una de esas mujeres
duras por fuera y tiernas por dentro a la que nunca pillabas en
un renuncio. Venía de tierra sufrida. Había nacido en un pueblo
amurallado, que sabía demasiado de invasiones y que crecía a los
pies de un castillo inmenso. Mucho había ascendido Matea al
castillo para vender los escasos alimentos que conseguían en
casa, huevos, leche, miel. Mucho sabía ella de las puertas que
se abrían al exterior porque las había traspasado una y mil
veces. La de las Eras, la de San Bartolomé, la de la Virgen...
Ay, la buena Matea bien sabía lo que era el trabajo duro, aunque
echaba mucho de menos el olor a espliego de sus raíces.
Miró a Oria y se dijo que algún día la pequeña conocería Cañete,
su pueblo, pero que ahora ya bastaba de nostalgias que las tejía
el diablo. Pronto llegarán los hombres, se dijo. Podría
acercarse algún huésped nuevo y convenía tener la comida a
punto, había que avivar la lumbre, reponer el agua y ella no
tenía fuerzas para todo. Miró a Oria. Su nieta era una niña muy
dulce y aún seguía asustada tras los acontecimientos.
-Mal haya yo- masculló entre dientes Matea-, mal haya yo y no el
rey, yo que soy vieja y he perdido a mi hija y no he muerto yo.
Mal haya Matea y todos los que como ella no podían ni protestar,
que tenían que agachar la cabeza ante la mínima orden de
cualquier rey o señor. Mal hayan los que obran sin clemencia,
los injustos, los poderosos...
No pasó mucho tiempo, quizá ni una estación entera cuando
llegaron nuevas noticias. El hermano de Sancho, Alfonso, era el
nuevo rey. No le precedía una buena fama. Dicen que había tenido
más que amistad con su hermana, dicen que había mirado para otro
lado cuando mataron a Sancho, dicen, dicen tantas cosas,
dicen... Sería el sexto de los Alfonsos. Alfonso VI. El rey de
las Castillas y de León. El rey por la gracia de Dios... -o de
los hombres- casi blasfemaba Matea y Oria la escuchaba con
cierto miedo porque intuía que algo se estaba rompiendo en su
vida hasta ese momento tranquila, monótona, siempre pegada a las
faldas de su abuela.
Un día, curiosa como era, escuchó una conversación entre dos
huéspedes. Se los veía fatigados, habían galopado mucho y
estaban hambrientos. Ella les sirvió las perdices escabechadas y
atizó para ellos el gran fuego. La pequeña Oria, toda ojos,
atendió su conversación que no iba dirigida a ella.
-El Cid ha vuelto y reclama lo que es suyo.
-¿Ruy, dices? ¡Qué buen vasallo!
-Lástima de vasallo sí -y escupió al suelo-, lástima de vasallos
de esta pobre Castilla miserable que nunca verá el mar y que se
levanta como las gallinas al sol y se acuesta al frío sin mirar
jamás al cielo que luce estrellado.
-No cree lo que le dice Alfonso.
-Yo tampoco lo creería.
-Baja la voz, discreción.
-Sólo es una niña.
-Tiene mucho que perder Rodrigo.
-Sí, pero está ganando la honra de este pueblo.
-¡Niña! Anda, sírveme más vino de ese negro que guarda tu
abuela. Y Oria dio un respingo y salió corriendo hacia las
cocinas.
-Abuela, esos dos caballeros hablan del Cid.
-Dios nos asista, niña -rezongó la abuela- Y tú no escuches
conversaciones ajenas y haz el favor de no entretenerte que yo
no puedo con todo, hija, Oria. Un hombre tendrías que haber sido
y pasarías menos fatigas. Un hombre y no una niña con esos ojos
azules y esa cara rosa -y la abuela se dolía de la suerte que le
aguardaba a una niña pequeña en esos tiempos oscuros y
convulsos-. Un hombre, niña, y no sufrirías tanto.
No pasó mucho tiempo, acaso ya se anunciaba la primavera en los
campos y en los corazones, cuando regresó el juglar. Y era el
mismo. Dicen que venía de tierras sorianas. De San Esteban de
Gormaz dicen que era, que sabía de todo, que oía aquí y allá,
que tenía buen olfato, mejor diente para el queso y el jamón y
buen gaznate para el aguardiente. Recitaba como nadie y les
traía las nuevas que más les importaban.
-Aquí estoy de nuevo, burgaleses y burgalesas, Dios os bendiga.
Premiad al buen juglar que sólo quiere avivaros el entendimiento
y despejaros las nubes del alma.
Por él se enteraron de la desfachatez de Rodrigo, de Ruy Díaz de
Vivar, el caballero más esforzado, el más galán y justo de los
que habían luchado nunca a las órdenes del rey Sancho, y que
ahora -nunca se vio nada semejante- clamaba venganza, pedía
cuentas a su rey y le exigía que le dijese toda la verdad. El
Cid sospechaba de Alfonso y no creía que no hubiese tenido nada
que ver en la muerte de Sancho.
Se levantaba el rumor del pueblo quien admiraba al Cid por sus
proezas y por su templanza. No les gustaba mucho el sexto de los
Alfonsos aunque nadie les hubiera pedido opinión. No les gustaba
porque no era trigo limpio, no les gustaba, no.
-Dicen que las juras fueron de espanto.
-Sí, recias y fuertes.
-Que el rey juró sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de
palo.
-Sí, en Santa Gadea ha sido, donde juran los hidalgos.
-La voz del Cid fue recia, no se calló nada.
-Osó a pedirle cuentas al rey.
-¡Qué buen vasallo!
-¡El rey! ¡Dios nos proteja de su enojo!
-Escuchad, oídme bien. Esto fue lo que dijo Rodrigo el
Campeador:
"Villanos te maten Alfonso,
villanos, que non hidalgos,
de las Asturias de Oviedo,
que no sean castellanos;
mátente con aguijadas,
no con lanzas ni con dardos;
con cuchillos cachicuernos,
no con puñales dorados;
abarcas traigan calzadas,
que no zapatos con lazo;
capas traigan aguaderas,
no de contray, ni frisado;
con camisones de estopa,
no de holanda, ni labrados;
caballeros vengan en burras,
que no en mulas ni en caballos;
frenos traigan de cordel,
que no cueros fogueados.
Mátente por las aradas,
que no en villas ni en poblado,
sáquente el corazón
por el siniestro costado,
si no dijeres la verdad
de lo que te fuere preguntado,
si fuiste, ni consentiste
en la muerte de tu hermano" (3)
En un corrillo, las gentes hablaban, algunos entre dientes,
otros casi gritaban, todos sentían de cerca esa petición de
juramento y admiraban al Cid, el único que había tenido coraje
de plantarle cara a su señor.
-Valiente es este Rodrigo.
-Y muy osado.
-Más vale que su señor.
-Calla, que te van a oír.
-Que me oigan, pardiez, ya estoy harto de callar en esta
timorata Castilla que se arrima al sol que más calienta, que nos
oigan, qué buen vasallo para tan flaco señor.
-Al Cid han desterrado.
-¡Oscuridad para el reino!
-Tenemos lo que nos merecemos.
-Mala época es ésta si destierran a los justos y se premian a
los enemigos.
-Callad, que sigue contando el juglar.
Oria, toda ojos, lo escuchaba con susto y entendía un único
mensaje: el Cid había sido desterrado. No lo entendía porque si
era tan buen caballero ¿por qué lo desterraban? Seguía
declamando el juglar:
"Pláceme, dijo el buen Cid,
pláceme, dijo, de grado,
por ser la primera cosa
que mandas en tu reinado.
Tú me destierras por uno,
yo me destierro por cuatro." (4)
Aún seguía el lecho del juglar caliente, el lecho de paja en
donde descansó su cuerpo dolorido. Aún conservaba la tibieza de
su aliento. Aún burgalesas y burgaleses lo estaban viendo con su
zurrón al hombro. Y les parecía que todo seguía igual, que quizá
habían sido invenciones del de San Esteban, cuando,
sorprendidos, escucharon que llegaba un emisario real. Iba
escoltado y cabalgaba a lomos de buena mula. Malas noticias.
Llegó a Burgos antes de que cayera la noche. Llegó a Burgos
cuando todos empezaban a recogerse en casa. Llegó y su aviso no
admitía réplica. El rey Alfonso los amenazaba de muerte si
acogían al Cid, a Ruy Díaz, camino del destierro. Si alguien
osaba hacerlo perdería todo lo que tenía, perdería su vida,
perdería sus tierras, perdería su alma.
-Ya está aquí la oscuridad que presagiábamos, Oria, hija. Oria
no supo si la abuela se refería a que caía la noche o a la
noticia que acababan de oír.-Trae un candil.
Las buenas gentes cristianas escuchaban en silencio, respetuosas
con la jerarquía, con ese gesto de resignación que da el haber
sobrevivido a muchas calamidades; pero doliéndose porque no era
justo. Sabían que el rey no era justo, que lo hacía por
resentimiento y eso, ya lo decía el padre Jacobo, no era bueno.
Ni siquiera el buen pater se atrevió a comentarlo en la iglesia
y eso que vaticinó, en romance recio que se olvidó de los
latines entonces, grandes desgracias cuando mataron a Sancho;
pero calló cuando el destierro del Cid. No supo o no quiso o no
pudo decir nada. Todos sabían qué pensaba el vecino, pero nadie
lo decía en voz alta. Tenían mucho miedo.
Oria, toda ojos, sabía que el Cid siempre había sido bien
recibido en su casa y ahora Matea repudiaba semejante la orden
real. Su padre y sus tíos no opinaban, nunca lo hacían, no
osaban decir nada. La vida era bien poca cosa, es cierto, pero
era lo único que tenían.
Un tropel de jinetes se acercaba. Se veía una polvareda que les
hacía temer y a la vez desear lo que estaba a punto de suceder.
Era agosto, el día de San Lorenzo. Nadie aguantaba aquel calor.
Que pasase lo que tuviera que pasar, pero que pasase para que
ellos pudieran seguir viviendo. El caballero que iba en la
vanguardia creía que llegaba a su ciudad, su ciudad amiga, su
Burgos. Cansado, sudoroso, fatigado, con la luz del sol de
Castilla en los ojos y en las armas llegaba a la muy noble
Burgos. El Cid que había luchado por ellos en mil batallas,
llegaba a su casa. Lo acompañaban doce de los suyos, los únicos
doce apóstoles leales. Castilla no es un pueblo de traidores, no
-decía Matea apretando los puños- pero sí de cobardes. El Cid
iba caminando con la esperanza, una esperanza cada vez más
pequeña de encontrar refugio. El Cid traía en su alma el rostro
de su mujer y sus hijas. Mal haya a un rey que no tiene
sentimientos. El Cid que tenía que haber sido recibido como un
héroe, entraba en una ciudad casi abandonada, desértica, como un
proscrito.
-Por Santiago, Rodrigo, que aquí también nos huyen -soltó un
juramento Diego.
-Es lo que esperaba.-Ruy Díaz parecía resignado con su suerte.
-¡Lo que esperabas! ¡Pandilla de cobardes! -Diego había luchado
a su lado y desconocía que aún puede haber más dureza en la vida
real que en los campos de batalla.
-Calla, no juzgues a las gentes -el Campeador lo contemplaba
todo como si no fuese él el protagonista, como si las cosas ya
hubiesen sucedido o, mejor, como si nunca hubiesen ocurrido,
como si ningún rey lo hubiera desterrado aún y el siguiese
prendido del abrazo de Jimena.
-No, Rodrigo, vamos al mesón, allí nos abrirán.
Frente a la vieja puerta del mesón, el Cid, montado aún sobre el
caballo, se acercó y tocó con el pie. La puerta no cedió. Volvió
a empujar y la puerta estaba cerrada a cal y canto.
-¡Mala ralea! -se quejó Gonzalo.
-Los ha amenazado con sembrar de sal sus campos -terció Suero.
-Nadie nos va a abrir -fue categórico Fernando.
-Muertos de sed, los animales y nosotros -habló con evidencia
Diego.
-Nunca volveremos a Castilla -se quejó Orduño.
-Cobardes -mascullaron todos aunque no referían a los burgaleses
y burgalesas, sino que iban mucho más allá en su intención. El
Cid callaba. En su fuero interno quizá lamentaba haber
arrastrado con su altanería a doce de los suyos a los que
condenaba no sabía muy bien a qué penas todavía, pero a los que
quisiera conducir directamente al paraíso porque eran los únicos
amigos que le quedaban. Atrás estaba su casa...
"las puertas bien abiertas, los postigos sin candados,
las alcándaras vacías: sin las pieles, ni los mantos,
ni los halcones de caza, ni los azores mudados". (5)
Rodrigo siguió empujando con una determinación casi titánica y
el postigo no cedía. Habían cabalgado en vano. Ya no les quedaba
nada en esas tierras. El tiempo se había detenido. No soplaba ni
una brisa de aire. No era verdad que nadie abriese al Cid. Era
una pesadilla. Nadie se hubiera atrevido a negar al Campeador.
Abrid a Rodrigo Díaz, abrid.
-Tienen miedo, sigamos. Sólo son gentes asustadas -al fin cesó
Rodrigo.
-No, Rodrigo, no lo permitiré -Diego habló con voz ronca.
-No los humilles -terció Martín, otro caballero.
-Adelante, digo -insistió Ruy, pero sin mucha determinación.
-Espera, empujaré de nuevo -porfió Diego.
Martín se dolía de las gentes del lugar, sabía que el rey era
capaz de cualquier acción injusta por venganza y que era mejor
no provocarle y hubiera preferido morirse de sed a causar algún
daño a los habitantes de Burgos. Diego es más bravo y más
pequeño, todo nervio, todo músculos. Salta del caballo y golpea
con la aldaba una y otra vez. El ruido resuena por la casa como
una amenaza, tienen que oírlo. La ciudad de Burgos está
escuchando ese ruido que se clava en sus corazones, en sus
pensamientos. De ahí en adelante habrán de vivir con ese sonido
sobre sus conciencias.
-Ah de la casa, ah de todos los demonios, abrid que al Cid es al
que recibís, abrid.
Su voz se multiplica por la calle vacía y resuena en las almas
de los burgaleses y burgalesas que se sienten más manchados que
nunca. Dios que buen vasallo, si tuviera buen señor. Todos
callan. Nadie osa decir nada. Todos maldicen en silencio el
momento que están viviendo.
La puerta va a ceder, tales son los empujones de Diego. Los
demás fieles callan Fernando, Ortuño, Martín, Suero, Álvar,
Nuño... todos callan El Cid aguarda. Con una mano acaricia su
Tizona pero es más por instinto que por querer usarla. Nunca
pelearía contra su propio pueblo. Luce el sol. El sol llamea. El
sol cae en sus cuerpos. El sol todo lo inflama. El sol no
distingue. El sol castellano abrasa. Hay como un quejido en el
ambiente. Un quejido de dolor y de ausencia. Algo se resquebraja
en Castilla. Está naciendo un mito, está naciendo un héroe. Las
gentes se sienten miserables. No están actuando bien y eso va a
pesarles para siempre .
Matea y los hombres se miran y no saben, se avergüenzan de ellos
mismos. La abuela empuja a la niña. A ti no te harán nada, hija.
Ve, Oria, ve, diles lo que nos pasa.
Oria, toda ojos azules llenos de lágrimas, su cara preciosa y
rosada, se asoma y ve a un caballero golpeando en el aire de
impotencia y al Cid que la observa con una mirada que parece de
afecto, de piedad. Está asustada. Nadie dice nada. Burgaleses y
burgalesas espían por las ventanas. No esperaban que una niña
pequeña fuese la única que los recibiese. Oria abre la boca, se
ha tenido el tiempo. Oria enjuga una lágrima y dice:
-"¡Buen Cid! Pasad... El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja...
Idos. El cielo os colme de venturas...
En nuestro mal, ¡oh Cid!, no ganáis nada". (6)
Los guerreros, cansados, con barba de muchos días, sedientos,
sudorosos, llagados por el sol y por el viento; los guerreros
bajan la cabeza y lamentan que una niña tenga que llorar por
ellos. Lamentan que una niña tenga que salir a su encuentro. Los
guerreros se sienten solos y abandonados. El Cid hace un gesto
como si quisiera acariciar a Oria, pero el gesto se queda
detenido en la nada porque sus manos están sucias y rugosas y
teme asustarla. En Oria ve los ojos curiosos de Elvira y Sol.
Ahora es él quien tiene prisa El Cid ordena:
-¡En marcha! -y esta vez su tono no admite réplica.
Rodrigo Díaz de Vivar y sus doce caballeros siguen el camino
incierto. Un suspiro de alivio y de rabia resuena en Burgos. Se
levantan nubes de polvo al paso de los caballos. El sol es aún
más fiero y vehemente. El sol lo invade todo y hace que las
armas parezcan casi nuevas. El sol es el único que no hace caso
al rey y los acompaña, sin clemencia. El sol es su escolta más
fiel:
"Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga". (7)
Oria ha cerrado el postigo y llora en silencio. Su abuela
también llora y maldice su falta de redaños, la falta de redaños
de todo Burgos. Buen Cid, -reza- el Criador os valga. No hay
hombres en Castilla -añade- si dejamos que el mejor se vaya al
exilio. No hay hombres, solo gallinas asustadas.
Matea mira a Oria y por primera vez se alegra de su carita
dulce, de su mirada tierna. En Oria hay algo que sólo el Cid ha
visto. Hay pureza y hay verdad.
-Oria, hija mía, recuerda para siempre que has hablado con el
Campeador, el que en buena hora ciñó espada. Mal haya el señor
que así desperdicia a su vasallo.
Las buenas gentes cristianas salen a la calle y se santiguan.
- Que Dios te bendiga, Oria, que Dios te bendiga y que el cielo
nos asista.
EPÍLOGO
Mucho había llovido desde entonces. Muchas primaveras y veranos
vivió aún Matea, quien siempre tuvo un deseo muy poderoso que
transmitió a Oria como si de una orden se tratara: Hija, vuelve
algún día a mi tierra, no te quedes sin oler el espliego de
Cañete.
Los reinos siguieron su periplo y las buenas gentes el suyo,
porque, a veces, lo que hacen los poderosos nada tiene que ver
con lo que viven los vasallos. Algunas ciudades dejaron de
pertenecer al dominio musulmán, algunas villas cayeron, otras
siguieron regidas por los mismos dignatarios foráneos, aunque
pagaron a los reyes cristianos sus impuestos; pero las gentes
continuaban levantándose por las mañanas y acostándose por las
noches y trabajando, eso sí, de sol a sol. No notaban el menor
cambio. Unos invocaban a Alá, otros a Yaveh y otros a Dios, pero
tenían los mismos pesares e idénticos anhelos.
-Mateo, hijo, no corras tanto. Mira que eres curioso.
La abuela, Oria, iba detrás de un niño pequeño que no parecía
estar asustado ya que tiraba de su abuela con insistencia porque
en la Plaza Mayor iba a empezar la actuación del juglar y debían
darse prisa si no querían perderse sus primeras palabras. Pero
no era la misma Plaza Mayor de entonces, ésta estaba porticada y
recibía calles y callejuelas. Era el ojo del pueblo. Oria, por
un azar trastocado, cuando la abuela murió decidió viajar a sus
tierras con uno de sus tíos y ya no pudo volver a Burgos porque
igual que le pasó a Matea, le sucedió a la nieta. Se enamoró de
un pastor y allá siguió su destino, aunque no le dolía haber
dejado el mesón. Aprendió nuevos usos que unió a los suyos y no
pensó que eso fuera malo, al contrario, y Oria, toda ojos
azules, seguía ahora al pequeño Mateo por la calle larga hasta
llegar a la Plaza.
Otro juglar, decían que de Medinaceli, una villa soriana que
lucía un hermoso arco de triunfo, les seguía contando penas y
pesares del Cid quien conquistó Valencia y fue perdonado por el
rey, porque después de todo no era un vasallo infiel; pero hubo
de sufrir a unos yernos descastados e infames, los Infantes de
Carrión. Deles Dios mal galardón como al ballestero del romance.
El juglar, muy vivaz, esbelto, de cuerpo curtido y atlético,
saltaba haciendo cabriolas en el aire y les desgranaba la
peripecia final, las hijas maltratadas y el padre clamando
venganza.
-Dios nos asista, Mateo. ¡Cuándo habrá calma para el Campeador!
-y la abuela agarraba fuerte de la mano al niño y pensaba,
pensaba, su mente iba muy lejos y veía al caballero en ese gesto
interrumpido en el aire de acariciarle la cara-. Vamos, hijo,
hay mucho que hacer en la posada. Hoy quiero guisar un buen
gazpacho y nos estamos retrasando. -y Oria sonrió al comprobar
que, después de todo, Matea no se había ido, vivía en ella
porque ella, toda ojos azules, seguía tan prendida de las
palabras del juglar como cuando era una niña curiosa y su abuela
la reñía quedamente.-¿Sabes, Mateo? ¿Te he contado alguna vez
que yo hablé con Rodrigo Díaz de Vivar cuando partió al exilio?
-Sí, abuela, pero cuéntemelo otra vez -y la abuela, vestida de
negro, y el niño, con gesto alegre y despreocupado, volvían a
casa.
Desde lejos seguían escuchando la voz del juglar quien
interpretaba los últimos versos y cerraba así un capítulo. Larga
vida al Cid:
"Pero dejemos ya a esos infantes de Carrión,
muy pesarosos están de su castigo los dos.
Hablemos ahora de este que en tan buena hora nació.
¡Qué grandes eran los gozos en Valencia la mayor,
por honrados se quedaron los tres del Campeador!
La barba se acariciaba Don Rodrigo, su señor:
Gracias al rey delos cielos mis hijas vengadas son,
Ya están limpias de la afrenta esas tierras de Carrión.
Casaré, pese a quien pese, sin vergüenza a las dos". (8)
Oria no pudo evitar oír este final y se santiguó.
-¿Por qué hace eso, abuela? -preguntó Mateo.
-Porque al fin las cosas están en su sitio.
-¿En su sitio?
-A tu bisabuela le hubiera gustado conocer este final, Mateo -y
le apretó más fuerte la mano-. Venga, hijo, que el diablo habla
por boca de los ociosos. Vamos, vamos...
-¿Me cuenta otras vez, abuela, cuándo habló con el Cid?
-Claro que sí, pero camina -y Oria cambiaba de voz-. ¡Qué buen
vasallo si hubiera tenido buen señor!
(1) Fragmento del "Romance de la traición de Vellido Dolfos"
(2) Fragmento del "Romance del Rey Don Sancho"
(3) Fragmento del "Romance del juramento que tomó el Cid al rey
don Alfonso".
(4) Ibid
(5) Fragmento de "El Cantar de Mio Cid", "Cantar del destierro".
(6) Fragmento de "Castilla" de Manuel Machado.
(7) Ibid.
(8) Casi últimos versos de "El Cantar de Mio Cid".