Cuando Antonio Machado escribió. "Ni mármol duro ni eterno, / ni
música ni pintura, / sino palabra en el tiempo", no imaginaba
las consecuencias que generarían esos versos suyos, que actuaban
como hoces contra el verbalismo decorativo de los poetas y
escritores postmodernistas, generalmente poetas segundones,
aunque no siempre, ya que vates de primera fila como Francisco
Villaespesa (por lo menos en su época), o el mismo Juan Ramón de
la etapa tardomodernista hacían "arte eterno". Omitiremos otros
muchos, segundones de rango nacional y/o provinciano, totalmente
de espaldas a la recomendación de Machado.
Por supuesto, Machado se refería con su sentencia a la poesía
como arte, más que comunicación. Es cierto que los poetas que se
iniciaban cuando él escribió esa tercerilla, como el joven César
Vallejo con Los heraldos negros y Trilce y el también
jovencísimo Neruda con Crepusculario y sus célebres Veinte
poemas de amor y una canción desesperada, miraban un poco hacia
el pasado y eran por ello deudores de una poesía aún suspirante
de nostalgias rítmicas y plásticas. Sin embargo, hay un poeta en
esa época que ya no tenía vinculación con los lastres pretéritos
y es León Felipe.
Despojada de las adjetivaciones y metáforas manidas, ¿cuál es la
palabra en el tiempo? Es cierto que resulta relativamente fácil
escribir con el lenguaje prestado y con el sonsonete métrico
convencional -sonetos, romances, serventesios y cuartetos
sueltos...-. Pero ya los mismos poetas del Grupo del 27 lograron
en muchas ocasiones renovar esos gozos de la literatura materna;
además, Miguel Hernández hizo un brillante esfuerzo y consiguió
poner al día las formas heredadas de los clásicos.
Posteriormente otros también han conseguido ser hijos dignos de
esa herencia que legaron los cinco últimos siglos.
Mas lo que nos interesa ahora es saber a qué extremo ha llegado
la consigna machadiana de que la palabra -no el metro, no la
metáfora, no las adjetivaciones- sea el único caballo de batalla
del texto literario. Pues bien, ello ha dado lugar a que los
autores más astutos busquen la truculencia verbal amparada por
el versolibrismo desmañado donde ya no hay compromiso con la
cadencia ni con la lógica (sin que por ello sean poemas
vanguardistas). En esa noche en la que todos los gatos son
pardos, los autores que "tengan algo que decir", que deseen
trasmitir un mundo interior tejido por hilos de intuiciones y
sentimientos inteligibles, nada tienen que hacer ahora, ya que
el hoy de la literatura está marcada en la novela por una visión
subjetiva de la historia y en la poesía por la prestidigitación
palabrera de volátiles efectos, entre la sorpresa y el ingenio.
Abrumados por la excesiva creación literaria, los autores
actuales no tienen apenas tiempo de leer. Sobreviene un rápido
aburrimiento si no hay una frasecita o un verso que "enganchen",
que dé el triple salto mortal circense de la palabra "mágica".
No interesan los contenidos porque vivimos en una época vacía de
valores espirituales, una fase histórica que liquida el pasado
con toda ligereza.
Para curarnos de este vertiginoso tiovivo de tantos nombres y
libros bajo el mismo común denominador de la busca de "la
palabra en el tiempo", tenemos que encontrar una isla de asueto
en uno de los pocos libros que encontremos en el que la forma y
el contenido hagan un maridaje feliz. La palabra en el tiempo no
elimina lo humano, el arte ni la formación literaria, como
muchos oportunistas han entendido. Pero en las épocas de crisis
de valores, la palabra es lo único que queda, aunque haga juegos
malabares.