No se duerme
este océano de maremotos
al borde del espanto.
Las gacelas recorren de noche los calvarios de la huida con sus
harapos a cuestas y miel quemada entre los ojos.
Han venido los dragones de la guerra impuesta a recoger los
sexos de los niños para el combate.
Azufre negro para los fusiles que comercian con los diamantes de
una nada impuesta por los rabinos de una púdica Europa
envilecida de demandas y consumos.
No se duerme
este cielo de tempestades
devorando sonrisas.
El mar se ha tragado los desafíos de un tiempo que quiere
esconderse en los estadios del gozo. Arrasa el aire la necedad
del petróleo y la sutileza en calabaza dulce de las casas del
odio.
No hay tregua para una guerra que estrangula las manos, no
salvadores para la sed de los salvadores del mundo, no música
para el compás solitario de un blues ahogado en cieno mientras
las banderas pregonan la victoria.
No se duerme
este dios esquizofrénico
que clama suicidios.
Latigazos para la fe perdida de los impuros, golpes de corazón
para reafirmar el paraíso prometido de las huríes sin labios,
pólvora para recordar que la salvación de la muerte acecha en
las esquinas sin velos ni coranes del mundo impío, donde las
hembras desnudan sus encantos para el gozo de la especie, y no
de los machos. Almohacines que recuerdan cada día que la paz se
consigue con las bombas santas.
No se duermen:
millones de ojos asustados
retoman el insomnio de la voz abierta,
el largo suicidio
del miedo al amor y al beso,
la insufrible
melopea de las palabras
que hieren las promesas desnudas.
(Es el reino en el que el dólar asume el liderato para los
muertos)