Los
niños, como Adán, tienen esa visión fresca que les permite
descubrir y renombrar el mundo. Para ellos un pino no es un
pino, sino un arbolito de Navidad que creció demasiado, una
libélula que pasa a toda prisa por su lado puede ser un elfo, el
sol, el eterno enamorado de la luna, siguiendo sus pasos por la
bóveda celeste.
Cierta tarde observaba a Sarah jugar en un parque cercano, donde
hermosos ficus centenarios ciernen la luz con sus brazos,
cubriendo de sombra todo terreno. Los niños de varias
generaciones nos hemos ocultado en las oquedades de su tronco,
hemos cabalgado en sus ramas, nos hemos columpiado en sus
lianas, que solíamos anudar para convertir en hamacas.
Mi hija, tras observarlos con detenimiento, me dijo:
- Mamá, creo que ese gigante de la derecha nos está mirando.
No hace mucho, mientras me observaba guardar un medidor de
presión digital en su estuche, me preguntó qué era aquello.
- Es un esfigmomanómetro -le dije, esperando su acostumbrada
ristra de preguntas, que en el fondo me divierte.
Curiosamente, guardó silencio. Cuando la abuela vino a
visitarnos, le dijo muy bajito:
- Mi mamá tiene un estuche rojo donde guarda el universo.
En otra ocasión caminábamos por la calle y descubrimos, en un
montón de escombros, una pluma blanca de inusitado tamaño,
demasiado para pertenecer a los pájaros y aves de corral que,
hasta el momento, constituían su universo de seres alados. Para
ella la solución fue sencilla:
- Mira, mamá - me dijo alzándola por encima de su cabeza -
¡Encontré una pluma de elefante!