El inventor pensó por un momento, mientras sopesaba el pequeño
objeto esférico que tenía en la mano, en contarle de los meses
trabajando para encontrar aquella fórmula que se le había
tornado en obsesión, del día en que descubrió que lo había
logrado. Evocó su expresión de triunfo ante la pantalla del
ordenador, contenedora de las proporciones exactas para
fabricarla, su decepción al ver que el presupuesto de que
disponía le alcanzaba apenas para elaborar una sola grajea, una
muestra de valor inapreciable, de cuyo éxito dependería la
obtención, tal vez, del Nobel del año.
Cruzó por su mente la idea de narrarle su satisfacción al ver
salir, perfectamente redondeada, la pastillita color rosa,
restauradora de la virginidad, sueño quizás acariciado por
tantas mujeres del orbe, el retorno a la inocencia primera - al
menos en el plano físico - que, de patentarse y masificarse le
daría no sólo el reconocimiento a su genialidad, sino la
estabilidad económica necesaria para ampliar sus
investigaciones.
Tuvo la idea de decirle acerca de la búsqueda de la candidata
ideal para ser la primera en consumirla, que reuniera la
cualidad esencial: no ser virgen, y la imprescindible: ser de su
absoluta confianza, para que no revelara el secreto hasta
comprobado que el efecto era seguro, ineluctable.
Vino a su mente la última cena, momento en que contó a su
familia el motivo que lo había tenido encerrado en el
laboratorio durante tantas noches, las razones para mentirles
acerca del proyectado viaje de vacaciones, argumento que
esgrimió para vaciar la cuenta bancaria y comprar los costosos
componentes del comprimido - impagable por ahora, cuando se
comercializara ya verían como se abarataba, siempre sucedía lo
mismo -, y finalmente el rostro de la hija cuando anunció que la
había elegido para la prueba.
- Y tú, ¿cómo estás tan seguro de que no soy virgen? - le espetó
su amado engendro, mientras la esposa abría los ojos con
expresión de búho al acecho.
- Vi a Adrián saliendo de tu ventana hace dos noches, cuando
regresaba del laboratorio, pensé en armar un escándalo y
obligarlo a casarse, pero la pastilla ya casi estaba terminada y
pensé que, si te la obsequiaba, ganábamos por partida doble: Tú,
yo y la ciencia.
- Ah, fue a Adrián... - suspiró la hija en tono más que
sospechoso -. Mira, papá, pensándolo bien, no le veo ganancia
alguna a tu pastillita, ¿para qué diablos quiero yo volver
atrás? ¿cómo crees que reaccionaría Adrián? Y cuando terminemos,
¿cómo se lo explico a mi próximo novio? Imagina que crea que con
casi veinte años no me he acostado con nadie, capaz que piense
que tengo un trauma o me haga burla con sus amigos... No, es
definitivo, búscate otra candidata.
Recordaba haberse volteado con expresión de súplica hacia su
esposa, quien se encontraba en estado casi catatónico, entre una
bofetada dirigida a la hija - que quedó en suspenso ante la
rápida respuesta de ésta - y la mirada de rabia que le dirigía
por no haberle contado acerca del incidente de la ventana.
Después de tantos años, no tenían necesidad de hablarse para
comenzar una discusión.
- Ah, no... A mí no me coges de rata de laboratorio - le había
cortado tajante, dejando caer con fuerza la mano sobre la mesa
-. Parece que no recuerdas el trabajo que te dio cortarme la
dichosa virginidad, entre mi madre vigilando, la tuya que no nos
daba chance ni en la sala, un poco más y tenemos que esperar a
casarnos, suerte aquel infarto de papá que lo tuvo hospitalizado
casi un mes, porque si no, creo que todavía estaríamos rompiendo
sillones - le pareció que su hija lo contemplaba con burlona
expresión de "quién lo hubiera dicho", pero prefirió obviarlo -.
Para no hablar del dolor, las manchas de sangre que no se caían
del forro del sofá, el miedo a quedar embarazada... Mira, coge a
tu madre, a ver si deja de hablar de lo bueno que era tu padre,
pues el barrio entero dice que le llegaba todos los días a las
cuatro de la madrugada, a lo mejor se le restauran los recuerdos
junto con "lo otro".
- Pues yo creo que a la abuela no se le van a notar los efectos,
ya debe ser virgen de nuevo, a fuerza de la falta de uso, como
hace más de diez años que enviudó... - se había atrevido a
comentar el benjamín desde su eterno puesto frente a la consola
de juegos, dejándolo pasmado... "Como se aprende en las escuelas
ahora con eso de la educación sexual", pensó.
- ¿Tú qué sabes, Quico? Tal vez la abuela tuvo su aventurita
antes de volverse loca - había soltado la hija, atornillándose
la sien con el dedo.
- Por favor... -había comenzado a reprenderles, pensando en
recordarles la acusada arteriosclerosis de su progenitora,
cuando ella tomó su propia defensa desde el sillón donde se
empotraba cada tarde a esperar la caída de la noche, y cada
mañana, a esperar la llegada de la tarde.
- Mi marido habrá sido un cabrón, como dice mi nuera, pero tenía
para dar abasto para la casa y para la calle - estaba bien clara
la vieja, reflexionó, tal vez tenía razón su mujer y se hacía la
loca para no tener que ayudar, o para ver qué decían de ella -.
Lo que me queda de él son los recuerdos, y los de la cama son
los mejores, lo cual es mucho más de lo que ustedes pueden
decir, porque mi hijo, al padre no salió - maldita, ni porque
era el fruto de su vientre lo defendía -. Los que brincan la
ventana de María Purificación son bastante improvisados, si
contamos el corto tiempo que media entre ida y vuelta, y el
Quico lo único que se ha ganado es una bofetada de la vecinita,
cuando lo cogió espiándola mientras se asoleaba - quién lo diría
de un niño de nueve años, eso sí no se lo enseñaron en la
escuela -. Hijo, si me restauras la virginidad, con qué me quedo
para amenizar mis desvelos porque, ¿no sabían ustedes que el
fantasma del difunto me visita cada noche? Ji, ji, ji, y lo bien
que la pasamos... - sin terminar la frase, lo cual tampoco hacía
falta para corroborar su estado, del que ya había empezado a
dudar, se reclinó en su sillón, con la expresión ausente de
siempre.
- Pedro, dame la pastilla ahora mismo.
Todos los ojos se había vuelto hacia Teófila, que había hecho su
entrada de improviso, con aquel camisón de dormir que se le
arrastraba de puro recato y ahora lo imperaba con el brazo
estirado, la palma abierta hacia arriba, en actitud desafiante.
"Mira qué urgencia tiene mi tía, se dijo, la condenada solterona
implacable, que proclama constantemente su virginidad a los
cuatro vientos como si fuera la más importante de las virtudes
teologales, y yo que ni siquiera había considerado invitarla a
la reunión".
- Pero tía abuela - había dicho su hija con el rostro colorado
de contener la risa - todos nosotros pensábamos que usted...
- Claro que soy virgen, señorita - le había cortado la
cincuentona -, y por eso mismo quiero el invento infernal de tu
padre, para destruirlo - por poco se le salta el corazón, había
estado a punto de colocar la bolita rosada en manos de la impía,
ahora se la guardó rápidamente en el bolsillo -. Si todas las
mujeres pueden restaurarse del pecado cada vez que lo deseen,
pierdo mi exclusividad ante Dios y ante el mundo.
Su último recuerdo de la reunión familiar era haber escuchado
una encarnizada discusión entre las tres mujeres cuerdas de la
casa acerca de la inutilidad del sexo, del matrimonio y hasta de
los penes, amenizada por comentarios de su madre acerca de las
"cositas" que le hacía el espectro de su padre cuando la
visitaba. Decepcionado, aprovechando la confusión, había
escapado dando un portazo.
Ya en la calle, había visto pasar a la vecinita quinceañera, la
que compartía con Naomi Campbell sus fantasías eróticas y, como
siempre, le había hecho un guiño.
- ¿Cuándo me va a hacer la visita, Don Pedro? - le había dicho
ella, como de costumbre, pero esta vez había añadido - Mire que
mis padres están de fiesta hasta tarde y estoy solita en casa.
Por una vez en la vida le había asaltado la idea de hacer
realidad sus más exóticos sueños... en aras de la ciencia. Al
menos si la chiquilla aceptaba tomar la grajea y ésta probaba
ser efectiva, no tendría que pagar "los platos rotos". Total, al
paso que iban las cosas, si se demoraba mucho iba a ser su hijo
quien la estrenara, con todo lo que estaba aprendiendo...
"Sea, por la investigación", había pensado y, como quien no
quiere la cosa, estaba tocando a su puerta cinco minutos
después. Le había abierto ella con una de esas tangas que se
ponía para tomar el sol en el jardín y que lo ponían como una
parrilla eléctrica, pero, cumpliendo estrictamente con las
normas de su experimento, le había explicado lo de la píldora.
- Bueno - había respondido ella mientras chupaba una chambelona
con aire inocente -, pues virgen no soy, eso nada más puede
ocurrírsele a usted, y no me tomo su pastilla porque pierdo mi
prestigio, imagínense la cara de mis amigas si mi próximo novio
les dice que fue el primero, con todo lo que yo les he contado
acerca de mis hazañas. Pensándolo bien, hay una chica que me cae
como una bomba porque alardea de que se ha acostado con más tíos
que yo, sería una buena idea echarle la pildorita en el refresco
de dieta que se toma al salir del gimnasio... Si quiere, Don
Pedro, le doy una buena mamada a cambio...
Había salido dando otro portazo, el segundo en el día. Asqueado
del mundo, de la pérdida de valores, de la falta de utilidad del
invento al que había dedicado tantas horas de insomnio, robadas
a la cama de su esposa - la madre tenía razón a veces, loca y
todo -, de la vecinita libidinosa, de su hija, de su tía, de su
mujer, de su madre y hasta de la competencia de su hijo, había
vagado por las calles como un tonto, sintiéndose terriblemente
fuera de época, para terminar en este café donde ya iba por la
cuarta copa, sin que le fuera concedido siquiera el placer de la
embriaguez.
Tratando de olvidar los últimos minutos de su existencia,
recordó la minúscula esfera que llevaba en el bolsillo, pensó en
tomársela para condenarse, a modo de suicidio sexual, a una
virginidad perpetua, sin volver a acariciar a mujer alguna en lo
que le quedara de vida. Pero había descubierto la paradoja de su
experimento: la virginidad masculina es sólo espiritual, no hay
pruebas materiales del inicio de un hombre en el mundo del sexo,
del cual no quedan otras huellas que los callos que van saliendo
al alma. La píldora tan duramente conseguida habría sido, en su
caso, inoperante, o de efecto incomprobable.
Mientras bebía, en su manía de elaborar estadísticas y extraer
conclusiones, había estado observando que por la máquina
expendedora de gomas de mascar pasaban más mujeres que hombres.
Dato curioso: entre niñas, ancianas, jovencitas llenas de aros
desde la nariz hasta el ombligo - al menos su hija tenía sólo en
las orejas, no era tan gamberra la chica -, medios tiempo y un
trasvesti, era realmente superior, en proporción de tres por
cada cuatro, el número de féminas que el de representantes del
sexo masculino. Mujeres, queridas y malditas mascadoras de
aquellas bolitas de colores, tan semejantes a la suya en forma y
tamaño... tan semejantes... en forma y tamaño...
Había concebido así el proyecto de La Ruleta Rosa: Si lograba
convencer al dueño del establecimiento de que le abriera la
maquinita y le dejara introducir su píldora, que se mezclaría
anónimamente con sus similares, quedaba al menos la posibilidad
de que fuera consumida, en un setenta y cinco por ciento, por
alguien cuya virginidad quedaría restaurada. Había niñas en el
café, era cierto, pero si contábamos el hecho de que ya no se
podía confiar en nadie... No era mala la idea. Nunca sabría el
efecto provocado, no ganaría el Nobel, pero haría, al menos una
vez en la vida, que se operara el milagro.
Sintiéndose Dios, había solicitado ver al dueño y le había
pedido que le dejara introducir su creación en la urna, pensando
no tener que dar más explicaciones que su último billete de
cincuenta, pero el gallo ya lo tenía mareado con que si no era
una droga, si no era un alucinógeno, si no era una bomba, si no
era una cámara de espionaje, y ahora con lo del veneno.
Comprendió que no le quedaba más remedio que contarle la verdad,
que había comenzado cuando allá, en su juventud, había
desflorado a la madre de sus hijos en un sofá y le había
parecido estar experimentando el paraíso, manteniendo siempre, a
pesar de los años, el oscuro deseo de volver a vivir aquel
momento de primera entrega. Su verdad se le hacía tan larga y
escabrosa que se tornaba imposible de explicar... Mostrándole el
carnet que lo acreditaba como doctor en ciencias médicas,
investigador de un importante instituto, le dijo simplemente:
- Es una píldora que restaura la virginidad, la acabo de
inventar.
El hombre tomó de sus manos la pequeña esfera rosada, tan
parecida a una goma de mascar. Abrió la tapa de la máquina
expendedora, en el movimiento mecánico que todos los días hacía
para rellenarla, mas algo le hizo detener la mano cerrada en el
aire y mirarlo con aire de ansiedad.
- ¿Y ahora qué? - preguntó, en el colmo del hastío.
- Doctor - respondió el otro -, no sé cuál es el punto de
echarla en esta máquina, ni por qué escogió mi cafetería, ni qué
pasos lo han traído a tomar esta decisión, pero déjeme contarle
algo: Cuando tenía cinco años me enamoré de la chica más guapa
de mi clase, sin temor alguno le declaré mi amor y ella me dio
calabazas. Eso no me arredró en lo más mínimo, continué
asediándola hasta que se casó, veinte años después, y se fue a
otro pueblo. Yo me casé, enviudé, me fui quedando solo, viendo
como mis hijos se me iban, unos a estudiar, otros a su vez
casados. He tenido varios romances para amenizar mis noches,
pero nunca dejé de pensar en ella... Ayer la vi entrar a mi
establecimiento y me pareció que el tiempo no había
transcurrido: ya peina canas, como yo, pero sigue siendo la
mujer más deseable del mundo. Me senté frente a ella y la
saludé, llamándola por su nombre. Al principio no sabía quien yo
era, pero en cuanto le hablé de mis cartas pasadas por debajo
del pupitre, de las flores debajo de su ventana, de la serenata
que terminó con un cubo de agua de su madre y casi me mata de
pulmonía... su rostro se iluminó con aquella sonrisa de siempre.
Se había separado del marido porque éste era una bestia, hasta
le pegaba; regresó entonces, para encontrar que sus hermanos
habían vendido la casa paterna sin contar con ella. Desde
entonces vive sola, apenas a unas manzanas de aquí; no nos
habíamos cruzado, pero el destino es así, inexplicable. Ahora
nos ha vuelto a reunir y no importa nada más. Hoy nos vamos a
ver de nuevo, en una hora voy a cerrar el café para preparar una
cena sólo para dos. Le voy a proponer matrimonio, si me acepta,
mañana mismo nos estamos casando. No tengo mucho que ofrecerle,
ya no soy joven, he vivido más de la mitad de mi tiempo de vida;
sólo mi amor se mantiene como el primer día... Pero si usted, en
vez de echar su píldora en la máquina, que es lo mismo que
botarla, porque quien la tome no sabrá el regalo que se le ha
ofrecido, fuera tan amable de vendérmela, yo podría ofrecerme a
ella sin mancha, como aquella vez en el colegio, cuando la vi
entrar con sus trenzas adornadas con margaritas y los libros
bajo el brazo. Por eso le suplico, si no lo he cansado con mi
historia, que me venda su invento. No importa el precio, yo
pago.
Pensó en explicarle la paradoja del sexo masculino, en
advertirle que la efectividad de la píldora aún no había sido
comprobada, pero comprendió que esta vez la ciencia estaba de
más.
- Se la regalo, no faltaba más, y le aseguro que no tiene
efectos secundarios.
CUENTO PREMIADO EN EL CONCURSO "LOS TILOS", EDITORIAL LOS TILOS-RUF
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