Si usted quiere salvar su vida, está a tiempo. Deje de leer esto
o, mejor, arrójelo a la basura y de una vez saque la basura a la
banqueta, aun arriesgando una multa.
No, no se trata de un recurso publicitario destinado a lograr
que el lector -por curiosidad o por espíritu de contradicción-
siga apegado al texto. No, nada de eso. Me he convertido en un
delincuente y aquí voy a contar cómo sucedió. Y si usted se
entera estará en la obligación de denunciarme. Y yo de
liquidarlo antes de que eso suceda.
Sí, la otra noche salí de mi casa y, ya en la calle, me di
cuenta que había olvidado el dinero. Por cierto, no iba a
volverme, así que -ya estaba oscuro-, me embosqué a la vuelta de
una tortillería y al que se acercaba a comprar... ¡zas! con un
palo a la cabeza. Pasó una viejita que me hizo acordar a mi abue,
se la veía una santa de cabello completamente blanco... ¡zas! 3
pesos. Pasó un niñito apretando las moneditas en su puñito...
¡zas! 1.50 pesos. Pasó un trabajador de rostro demacrado, con lo
que seguramente serían las últimas monedas de su quincena...
¡zas! 4.50 pesos. Pero ¡qué escándalo! ahora me doy cuenta,
están cobrando 1.50 el kilo, es un robo, deberían ir a la
cárcel, son unos ladrones, asaltan a la pobre gente que viene a
comprarles la tortilla... a ver, a ver, 3+1.50+4.50= 9 pesotes,
justo lo que me hacía falta para el taxi del centro a
Bugambilias.
Y bien, esto ya se acaba y el lector, a pesar de las
advertencias, no se ha quitado. Y puesto que lo sabe todo y
podría delatarme, es hora de que pague por su temeridad: ¿no
siente a sus espaldas alguien buscándole el cuello con una fina
soga?