L´Ile de France, en aquellas horas post prandiales, era un oasis
de tranquilidad y sosiego. Apenas permanecían abiertas dos o
tres tiendas de ropa exclusiva, mientras los bancos sesteaban
soledades entre los ficus “benjamín” y el vapor húmedo del Sena.
Se acercó pausadamente. Era muy alto, delgado, enjuto, y de un
color betún adornado de arrugas blancas. Portaba un bidón rojo
en su mano derecha y un envoltorio de papel aluminio en la
izquierda. Aunque el frío de diciembre en París calaba los
huesos, solo se cubría con un poncho deslucido de lana y una
larga bufanda amarilla.
Se sentó en uno de los bancos de la isla de cemento y me miró
con una mueca triste y vencida, poco antes de que me introdujera
en una de las tiendas abiertas para hacer un encargo.
Mientras se concretaba la compra, salí con mi videocámara a
tomar unos planos de aquel rincón romántico y solitario en pleno
corazón agitado de la ciudad.
Le vi, entonces, a través del visor, levantarse del banco con
parsimonia; volcar el líquido del bidón tranquilamente por
encima de su cabeza; sacar un mechero, prenderse fuego e
intentar caminar unos metros echando llamaradas inmensas
mientras chisporroteaban sus carnes trémulas antes de
derrumbarse en posición fetal y momificado.
Cuando me pude dar cuenta de la tragedia, ya se había
desarrollado delante de los ojos de mi cámara el ígneo
sacrificio. Grité entonces:
- ¡Se está quemando, se muere, se muere...!
No pude ni acercarme, del calor brutal que desprendían los
restos carbonizados. Intenté lanzar mi chaquetón de piel, pero
no fui capaz de llegar al cuerpo yacente porque me temblaban las
manos y los brazos.
Inmóvil, con mi video aún colgando de la mano izquierda, quise
llorar y no pude.
Cuando el sonido de las sirenas comenzaba a acercarse a la plaza
me escabullí por uno de los puentes y seguí caminando, como un
autómata, por los bulevares, rodeado de gentes con prisas de
vida.
Aquel hombre anónimo -cuya gesta de muerte y fuego no apareció
nunca en los periódicos parisinos- se había inmolado para mí y
conmigo.
Sólo hoy, dos años después, he sido capaz de visualizar aquel
video, y de escribir este pequeño homenaje de soledades y
muerte.