Tal vez, ningún narrador de posguerra ha logrado la plenitud
expresiva, el sutil, riguroso y elegante dominio de la forma,
del arte de narrar, que caracteriza al genial literato
granadino.
Francisco Ayala nace en Granada el 15 de marzo de 1906. Doctor
en Derecho, estudió Filosofía Política y Sociología en Alemania.
En 1934 ganó la cátedra de Derecho Político en La Laguna y
estuvo vinculado al grupo de Ortega y Gasset y la Revista de
Occidente, en la que colaboró con algunas narraciones cortas.
Como
tantos otros, sale Ayala al exilio en 1939. Reside primero en
Argentina, de donde vuelve a emigrar por oposición al peronismo,
luego en Puerto Rico y finalmente en Estados Unidos donde fue
catedrático de literatura española en la Universidad de Chicago.
Al ir acercándose a los Estados Unidos y según se hace cada vez
más exclusiva su dedicación a la creación literaria, pasa Ayala,
de manera natural, de una disciplina académica a la otra, de la
sociología a la literatura. Tanto en cuanto sociólogo como en
cuanto estudioso de la literatura ha escrito obras
significativas: El escritor de la sociedad de masas, La
estructura narrativa, Cervantes y Quevedo y la novela: Galdós y
Unamuno.
En 1960 vuelve a España por primera vez tras la guerra civil,
volviendo periódicamente partir de entonces. En 1980 establece
definitivamente su residencia en Madrid.
Su obra de narrador no es excesivamente voluminosa, como la de
Sender o la de Max Aub, ni es principalmente novelística; y no
trata centralmente de España, aunque de España traten sus
primeros relatos del exilio, Los usurpadores y La cabeza del
cordero, ambas de 1949. Lo característico de Ayala es el cuento
y la novela corta, es decir, la narración breve terminada en
punta; lo que no excluye que sus dos obras tal vez más
importantes sean novelas, Muertes de perro y El fondo del vaso.
Y es característico de sus narraciones, traten o no de España,
lo que algunos críticos han llamado su “moralismo”, por lo cual
-al parecer- se entiende una peculiar desatención a los hechos
sociopolíticos concretos que le obsesionan y angustian para
buscar, a su vez, el fondo del comportamiento humano individual,
contradictorio, oscuro y generalmente lamentable.
Lo esencial del narrador granadino, la clave es la distancia
objetiva que mantiene cuidadosamente, casi diríamos
obsesivamente, frente a lo narrado. Se trata de un narrador
excepcional, cuya capacidad inventiva se ve sometida a un
riguroso -pero sutil, elegante, casi imperceptible- control
técnico.
Un crítico ha hablado de la identificación política de Francisco
Ayala “con el espíritu pequeño burgués que accede al poder (en
España) en 1931”. Sin pretender en absoluto encasillar en esa
definición a narrador y crítico tan rico en matices como es
Ayala, tal conclusión nos parece perfectamente sostenible. A tal
conclusión, sin embargo, añadiríamos un recordatorio sobre los
aspectos positivos, progresistas, que tiene ese espíritu
pequeño-burgués en la España moderna.
Francisco Ayala es académico de la Lengua. Por El jardín de las
delicias, publicada en 1971, recibe el Premio de la Crítica. Con
posterioridad, ha publicado los libros de memorias Recuerdos y
Olvidos I y II y los relatos infantiles recogidos en El jardín
de las malicias. En 1983 se le concede el Premio Nacional de
Literatura y en 1988 el de las Letras Españolas. En 1989 recibe
el Premio de las Letras Andaluzas y dos años más tarde el Premio
Cervantes de Literatura. Ayala es socio de honor de las
Asociaciones de la Prensa de Madrid y Granada y doctor honoris
causa por varias universidades españolas y extranjeras. En 1998
se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y el
3 de febrero de 2006 ha sido nombrado Hijo Predilecto de la
Provincia de Granada.
La prosa de Ayala muy elaborada, muestra un gran dominio del
lenguaje, Su mundo narrativo, de gran vigor dramático, se
caracteriza por el escepticismo y un realismo crítico. Cerca del
final de su novela Muertes de perro Ayala se pregunta: “¿Hasta
qué punto interviene el factor azar en la Historia?” Su
respuesta es que interviene, y, más aún que es decisivo. Y como
dijo nuestro admirado escritor: “La patria del escritor es su
lengua”.