Se dice que la poesía ha estado siempre a la vanguardia de la
expresividad, del logro metapoético, señalando con ello nuevos
caminos a la emoción lingüística más allá del uso desgastado y
cotidiano de la lengua.
A partir de Bally, Vossler y Croce la Estilística se ha
convertido en una parte muy importante de la semántica. Para un
poeta como Neruda, a partir de sus Cien poemas de amor y una
canción desesperada, incluso desde Crepusculario, la
preocupación por la ruptura con el estilo anterior, el de los
modernistas, herederos, al fin y al cabo, de los románticos y
parnasianos, se hace bien notable. También podríamos citar aquí
a César Vallejo y, por supuesto, al Juan Ramón Jiménez del
Diario de un poeta recién casado. No se olvide que la Generación
del 27, teniendo en cuenta su punto de partida desde las
vanguardias y la égida del onubense universal, abrió la puerta a
la modernidad de la poesía en el doble aspecto de la
comunicación: la forma métrica y el lenguaje.
Sin embargo, y a pesar de que la generación del 36 y la primera
y segunda de las postguerra (exceptuando al Postismo y al Grupo
Cántico), se despreocuparon de ahondar en el filón de la lengua
poética, si exceptuamos también a Miguel Hernández, la llegada
de los Novísimos supuso un anhelo de réplica contra la llamada
“poesía social”, atenta más a los contenidos que a la expresión.
El afán de innovar en los modos del decir ha obsesionado a
muchos poetas que no se han conformado con sus limitaciones y
han convertido sus poemas en desconcertantes laberintos de
palabras, intencionadamente ininteligibles para hacer la obra
mucho más enigmática e interesante. Pero la realidad es otra. la
realidad pasa, como siempre ha ocurrido, por una renovación
prudente en la que no se pierde la lógica ni tampoco ésta se
adueña del texto haciéndolo discursivo y condenándolo a la
indiferencia de los lectores exigentes.
Escribir significa hoy crear; ahora bien, esta creación no debe
quedarse en un deseo desordenado de novedades expresivas para
sorprender a los lectores (si los hubiere de poesía, claro
está), sino más bien alternar experiencias esenciales y
competencia de comunicación.
Sabemos muy bien que la poesía no es un arma cargada de futuro,
como dijera Celaya, pero tampoco es (o, por lo menos, no lo es
siempre) un juego de palabras en el que un poeta luce su ingenio
para asombrar a “los cazadores de talentos rupturistas”.
Para los vanguardistas fue muy fácil llamar la atención de los
historiadores de la literatura ya que se rompía con una
tradición compacta y relativamente invariable. El metro libre,
la huida de la adjetivación ya manida y la sintaxis ilógica
bastaban para presentar un texto como innovador. Hoy día se
sigue haciendo, y me parece bien que se haga hasta el infinito
si ello lleva a forjar textos interesantes en los que el poeta,
además de la exhibición lúdica, une a ello la presentación
comprensible de su obra en sociedad. La falta de sentido puede
inducir a que el autor no va más allá de la ruptura y se
contenta con patalear ante la semántica y la forma métrica
consagrada como un signo de impotencia de quedarse a mitad de
camino entre el propósito de renovar y la imposibilidad de
situarse en un término medio: tradición puesta al día o
neovanguardismo semirracionalizado.
Por lo contrario, un auténtico creador se sentirá tentado a
llevar la modernidad expresiva a las formas rigurosamente
versales, incluso a las más cerradas, como una triunfante fase
subsiguiente de la historia de la literatura.
La poesía de nervio más actual sigue la pauta de A. Machado: “Ni
mármol duro ni eterno,/ ni música ni pintura,/ sino palabra en
el tiempo”. El poeta sugiere más que dice explícitamente;
insinúa la poesía, pero no la sitúa; se atiene más a la
intuición que al discurso claro y narrativo; hace señales, pero
no se define con total claridad; esto es cosa de textos
periodísticos o jurídicos; la poesía, por lo contrario, es un
guiño, una llamada imprecisa, una señal más que una confesión.
Pero romper el mármol no significa que la forma métrica exigente
no se cultive; lo que ocurre es que llegamos a lo que dijimos
antes: poner la tradición lingüísticamente al día requiere un
cierto talento. No nos encolericemos con los poetas que se
quedan entrenándose con sus eternos juegos malabares para rendir
un día a los hambrientos de novedades rupturistas y buscadores
de jóvenes poetas geniales.