No ha dormido el abeto tormentas clandestinas: insomnios de luna
vieja revolotean por los tejados arbóreos agazapando el miedo.
Cosquillas que se quebraron en las alboradas solitarias del
papel sin letras, olvidos que se tornaron voces de rabia,
pasados que se fueron deslavazando en una procesión de egos
superpuestos, pieles que se agrietaron en la impotencia del
despego.
El jardín está triste y vergonzoso. Apenas unas gazanias
perviven al azote de los hielos tardíos. Se mustiaron las
azaleas y las dalias, y el jazminero perdió su olor picante e
íntimo.
Brota de la tierra un olor a sangre chamuscada en los vientos
doloridos de los caminos sin besos: ni siquiera las camelias
aguantaron la sombra de la duda hostil, que avanzó correosa
entre las grietas de los labios antiguos.
Ya no madruga la madrugada.
Ya no se mecen las manos en los espejos del tiempo.
Ya no repican suspiros de sueños nuevos para alambicar futuros.
Ya no: el jardín llora petunias ajadas.
(Y la primavera tiene hambre de ausencias de mar y sexo)