Coleccionar ese conjunto de hojas manuscritas o impresas,
cosidas o encuadernadas juntas, y que forman un volumen ordenado
para la lectura, es capricho de algunos y privilegio de pocos.
Más en un país donde el acceso a la educación y el poder
adquisitivo de los asalariados es bajo, pues decidir entre tener
para comer o para leer es algo que ladea cualquier balanza, por
inquieta y ávida de conocimientos que esta sea.
Pero Dios provee y pone cerca de todos, una buena biblioteca o
unos buenos amigos, y les insufla a ambos, con su poético poder,
la ilusión de ver de regreso los libros que nos prestan.
Cordialidad que resulta en muchos casos defraudada. El asunto de
quienes tienen por costumbre no devolver los libros será tema
que dejaré para otro día, cuando me ponga a escribir sobre los
delitos contra la propiedad privada y los abusos de confianza.
Algunas de las bibliotecas caseras tienen sus misterios: libros
intactos, que no han abierto nunca sus portadas de par en par y
libros agotados de ir y venir, cuyas hojas muestran la fatiga
propia de quien cumple su deber. Lo normal es que se alternen
unos y otros, pasando por el punto medio de aquellos libros con
una sola lectura a cuestas. Aunque también sé de bibliotecas
enteras, que se pasan inmaculadas de generación en generación,
pues sus herederos se preocupan más por llevar sus libros
contables que por leer las historias que sus libros quieren
contarles, cuestión de prioridades y bolsillos.
La biblioteca que tiene mi padre en casa, por la que viajé
incansable, no es de las más amplias en géneros ni autores, pero
su casi medio centenar de libros me ayudó a pasearme cómodo, en
buena compañía, los tiempos libres de adolescente y los ocho
años sin televisor en casa que pasamos por distintos motivos:
todos ellos económicos. Ahora tenemos televisor y otros
distractores en casa y la biblioteca se ha dividido, pues mi
papá me regaló algunos libros para que empezara a fundar mi
biblioteca y mi nuevo hogar. Ni que decir que en estos doce años
de formada, a mi biblioteca la organizo por autores o por tema
en cinco minutos. La consigna que también me ha legado es:
“libro que no has de leer, déjalo correr”, aunque la sigo con
cierto retraso.
Frecuento dos bibliotecas y otros tantos amigos, que me prestan
sus ejemplares con la convicción de que los tendrán de vuelta.
Hasta ahora he cumplido, con precisión de recaudador de
impuestos, aunque a veces los regreso con una duda tan pesada
como enciclopedia por tomos. No es fácil desprenderse de
algo/alguien a quien quisiéramos volver a encontrar, pero que
intuimos será la última oportunidad de verlo.
Hace algunos años, estuve tentado por meterme en la movida de
aquello de los “libros sin dueño”, una opción de moda que
consistía en dejar abandonado un libro en ciertos sitios con una
nota y la esperanza de encontrar otro libro en esas mismas
características. Me he enterado que ya el tema está
sistematizado, pues hay sitios de internet donde luego ingresan
los lectores encontrados por tal o cual libro y dejan sus
comentarios e historias acerca de dónde y cómo lo encontraron y
lo dejaron; el siguiente lector encuentra el libro y las
instrucciones, ingresa a la página web y la cadena sigue. Algo
así como una cofradía de amigos que se prestan libros entre
ellos, sin conocerse y con la certeza de que el libro no será
devuelto.
Lo que es la modernidad, ya se invierte todo, menos el dinero
propio en ciertas cosas. Ayer no más me encontré en una banca
del parque de Envigado, un bello libro, con dedicatoria y todo,
que parecía no haber sido leído nunca. Mi casto e inexplorado
libro de cuentos que alguna vez regalé, firmé y dediqué a uno de
mis amigos con la esperanza de que lo leyera. Bueno, al menos le
hizo caso a mi padre y lo dejó correr. Eso me queda de consuelo.