Yo veía la lluvia clavar sus alfileres
en los cuellos esbeltos de los lirios
al pie de las columnas
y al cierzo arrebatar con sus hoces heladas
las hojas enfermizas de la albahaca
en la boca del aljibe.
Mis ojos de muchacho giraban con las noches,
con las constelaciones, chispas de pedernales,
con la alondra trepando las cornisas con musgo.
Galeón encallado en la azotea,
yo oía el velamen ya roto
de la ropa secándose,
y el cordaje furioso era el viento
hostigando los cables
y las cuerdas rotas del tendedero.
La vida era inmortal y el mundo era inefable,
y la verdad brillaba lo mismo que un tesoro.
Si, por azar, aquello no era más que espejismo,
tuve en toda mi alma certeza de un oasis.