Hace ya algún tiempo iniciamos una sección titulada Mujeres de
la Biblia, que entonces dedicamos a Sara, la fiel y apasionada
mujer de Abraham. Después otros proyectos se nos fueron cruzando
en el camino, pero no nos olvidamos de las mujeres fuertes del
“Antiguo Testamento”. Hoy continuamos con Rebeca, la esposa de
Isaac y madre de Esaú y Jabob.
Rebeca es otra mujer decisiva en el destino del pueblo hebreo,
del pueblo escogido. Sin ella la historia bíblica habría sido
muy diferente. Su peripecia vital, o al menos la que interesa
para el destino de Israel, se lee en el “Génesis” y presenta los
siguientes aspectos:
1. Cómo Rebeca conoce y se casa con Isaac
2. El nacimiento de sus hijos
3. Episodio de Guetar
4. Su intervención en la primogenitura de Jacob
5. La orden que da a Jacob para que parta a casa de Labán
Veamos con mayor atención estos acontecimientos. En el “Antiguo
Testamento” (Génesis, 24) se incluye un relato, muy bien narrado
y con gran lujo de detalles, en torno al “Casamiento de Isaac”.
Al morir Sara, la madre de Isaac, éste se quedó desconsolado.
Pasaron los años y seguía sin contraer matrimonio; tanto que
Abraham, su padre, se inquietó y encargó a uno de sus siervos
que le escogiera esposa, pero le hizo prometer que no la
buscaría en Canaán, pues que allí eran paganas, sino en
Mesopotamia, en la tierra de sus padres, en la suya propia:
“Era Abraham ya viejo, muy entrado en años, y Yavé le había
bendecido en todo. Dijo, pues, Abraham al más antiguo de los
siervos de su casa, el que administraba cuanto tenía: “Pon, te
ruego, tu mano bajo mi muslo. Yo te hago jurar por Yavé, Dios de
los cielos y de la tierra, que no tomarás mujer para mi hijo de
entre las hijas de los cananeos, en medio de los cuales habito,
sino que irás a mi tierra, a mi parentela, a buscar mujer para
mi hijo Isaac” (Génesis, 24, 1-4).
El siervo, lógicamente, le presenta una serie de objeciones
porque no le parece tarea fácil ésa:
“Y si la mujer no quiere venir conmigo a esta tierra, ¿habré de
llevar allá a tu hijo, a la tierra de donde saliste?” Díjole
Abraham: “Guárdate muy bien de llevar allá a mi hijo. Yavé, Dios
de los cielos, que me sacó de la casa de mi padre y de la tierra
de mi nacimiento, que me ha hablado, y me juró, diciendo: A tu
descendencia daré yo esta tierra, enviará a su ángel ante ti y
traerás de allí mujer para mi hijo. Si la mujer cono quisiera
venir contigo, quedarás libre de este juramento, pero de ninguna
manera volverás allá a mi hijo”. (Génesis, 24, 5-8).
El pobre siervo, desorientado, parte para la tierra de su señor
y allí hace lo que él considera más lógico: le pide una señal a
Dios:
“Tomó el siervo diez de los camellos de su señor, y se puso en
camino, llevando consigo de cuanto bueno tenía su señor, y se
dirigió a Aram Naharaím, a la ciudad de Najor. Hizo que los
camellos doblaran sus rodillas fuera de la ciudad, junto a un
pozo de aguas, ya de tarde, a la hora de salir las que van a
tomar agua, y dijo: “Yavé, Dios de mi amo Abraham, salme al
encuentro hoy, y muéstrate benigno con mi señor Abraham. Voy a
ponerme junto al pozo de agua mientras las mujeres de la ciudad
vienen a buscar agua: la joven a quien yo dijere: Inclina tu
cántaro, te ruego, para que yo beba; y ella me respondiere: Bebe
tú y daré también de beber a tus camellos, sea la que destinas a
tu siervo Isaac, y conozca yo así que te muestras propicio a mi
señor” (Génesis, 24, 10-14).
Parece que el viejo criado pide mucho, no sólo busca a una mujer
caritativa, que le haga la merced de darle de beber a él, un
extranjero, sino que además pide que sea capaz de sacar ella
misma el agua necesaria para los camellos. La mujer que haga eso
bien puede ser la esposa de Isaac:
“Y sucedió que antes de que él acabara de hablar, salía con el
cántaro al hombro Rebeca, hija de Batuel, hijo de Melca, la
mujer de Najor, hermano de Abraham. La joven era muy hermosa, y
virgen, que no había conocido varón. Bajó al pozo, llenó su
cántaro y volvió a subir. Corrió a su encentro el siervo y le
dijo: “Dame, por favor, a beber un poco de agua te tu cántaro”.
“Bebe, señor mío” le contestó ella; y bajando el cántaro
apresuradamente con sus manos, le dio a beber. Cuando hubo él
bebido, le dijo: “También para tus camellos voy a sacar agua,
hasta que hayan bebido lo que quieran” (Génesis, 15-19).
Muy contento con su suerte, el viejo siervo aún quiere saber más
y le pregunta de quién es hija. No sale de su asombro cuando
Rebeca le contesta quién es, es la sobrina nieta del propio
Abraham: “Soy hija de Batuel, el hijo que Melca dio a Najor”
(Génesis, 24, 24). Y no sólo eso, sino que le invita a ir a casa
de su padre a pasar la noche, dando muestras de tener un corazón
limpio y puro. El siervo entiende que era la señal que esperaba
y da las gracias, ante el asombro de Rebeca:
“Postróse entonces el hombre y adoró a Yavé, diciendo: “Bendito
sea Yavé, Dios de mi señor Abraham, que no ha dejado de hacer
gracia y mostrarse fiel a mi señor y a mí me ha conducido
derecho a la casa de los hermanos de mi señor”. Corrió la joven
a contar en casa de su madre lo que había pasado” (Génesis, 24,
26-28).
A continuación nos enteramos de que a Labán, el hermano de
Rebeca, le llaman la atención el anillo y los brazaletes que el
siervo le ha dado a la joven y acude a la fuente para rogarle al
hombre que vaya a su casa y ofrecerle la hospitalidad, que era
sagrada en la época. El propio Labán atiende a los camellos y le
sirve de comer al siervo, aunque éste primero quiere contar su
misión. Le cuenta, de una manera muy sencilla, pero didáctica
para el lector, toda la historia que ya sabemos. El viejo siervo
de confianza de Abraham está inquieto y quiere saber si ha
concluido su búsqueda o no. Todos se apresuran a contestar que
la voluntad de Dios es lo primero:
“Labán y su casa contestaron, diciendo: “De Yavé viene esto;
nosotros no podemos decirte ni bien ni mal. Ahí tienes a Rebeca;
tómala y vete, y sea la mujer del hijo de tu señor, como lo ha
dicho Yavé”. Cuando el siervo de Abraham hubo oído estas
palabras, se postró en tierra ante Yavé, y sacando objetos de
plata y oro y vestidos, se los dio a Rebeca, e hizo también
presentes a su hermano y a su madre” (Génesis, 50-53).
La historia prosigue con elementos de carácter práctico. A la
mañana siguiente, el siervo pretende llevarse ya a Raquel, pero,
para su familia, la noticia ha sido precipitada y se resisten a
dejarla ir tan pronto. Rebeca soluciona el conflicto diciendo
que quiere partir. Parece intuir que la misión que la aguarda es
de suma importancia y no puede demorarse. Su familia le bendice
con estas sencillas palabras:
“Hermana nuestra eres; que crezcas en millares de millares y se
adueñe tu descendencia de las puertas de los enemigos” (Génesis,
24, 60).
Rebeca no parte sola, como era natural en una joven de casa
adinerada. La acompañan sus doncellas y su nodriza. Y aquí la
historia cambia de escenario y vuelve de nuevo a Isaac quien,
hasta ahora, había permanecido ajeno a su propio futuro:
“Volvía un día Isaac del pozo de Lajai Roi, pues habitaba en la
tierra de Negueb, y había salido para pasearse por el campo al
atardecer, y, alzando los ojos, vio venir camellos. También
Rebeca alzó sus ojos, y viendo a Isaac, se apeó del camello, y
preguntó al siervo: “¿Quién es aquel hombre que viene por el
campo a nuestro encentro?” El siervo le respondió: “Es mi
señor”. Ella agarró el velo y se cubrió. El siervo contó a Isaac
cuanto había ocurrido, e Isaac condujo a Rebeca a la tienda de
Sara, su madre; la tomó por mujer y la amó, consolándose de la
muerte de su madre” (Génesis, 24, 62-67).
En la época era costumbre que el marido no viera la cara de su
esposa hasta la noche de bodas, así no es de extrañar que Rebeca
se cubra la cara con premura al ver a Isaac. Nada más se dice de
la impresión que tuvieron el uno del otro, pero queda claro que
Isaac se consoló con Rebeca de la muerte de su madre, Sara.
A todo eso, Abraham volvió a tomar mujer y tuvo varios hijos
más, aunque los envió a oriente, lejos de su hijo primogénito,
Isaac. Abraham murió a los 175 años. Tras su muerte, Isaac fue
bendecido por Yavé y siguió viviendo junto al pozo de Lajai Roi.
Entendemos, por los datos que nos da la historia, que Rebeca era
mucho más joven que Isaac, cuando se desposaron. Isaac tenía 40
años. Al principio Rebeca tardó en quedarse embarazada y las
malas lenguas decían que era estéril. Cuando, por fin, concibió,
tuvo un embarazo difícil:
“Chocábanse en su seno los niños, y dijo: ¿Para esto a qué
concebir?” Y fue a consultarle a Yavé, que le dijo: “Dos pueblos
llevas en tu seno, dos pueblos que al salir de tus entrañas se
separarán. Una nación prevalecerá sobre la otra nación. Y el
mayor servirá al menor.” (Génesis, 25, 22-23).
Estas palabras la indican que los dos hermanos serán el origen
de dos pueblos que siempre tendrán problemas para convivir, como
son los edomitas (descendientes de Esaú) y los israelitas
(descendientes de Jacob).
Finalmente dio a luz dos gemelos, el mayor Esaú y el menos
Jacob. Sabido es que los nombres no se ponían en balde, sino que
significaban algo. Así Esaú vendría a significar “el velludo o
peludo” y Jacob parece ser que significa “Dios proteja”, aunque
la etimología popular relaciona su nombre con el hecho de su
curioso nacimiento. Isaac tenía entonces 60 años:
“Salió primero uno rojo, todo él peludo, como un manto, y se le
llamó Esaú. Después salió su hermano, agarrando con la mano el
talón de Esaú, y se le llamó Jacob” (Génesis, 25, 25-26).
Estos muchachos crecen y se dedican a labores distintas, a Esaú
le atrae la caza porque es fiero y fuerte; a Jabob le atrae más
la vida tranquila y el hogar. Los padres estaban divididos,
aunque Rebeca muestra claramente sus inclinaciones hacia el
pequeño. Se narra el episodio conocido de la venta de la
primogenitura por un plato de lentejas como podemos leer:
“Hizo un día Jacob un guiso, y llegando Esaú del campo, muy
fatigado, dijo a Jacob: “Por favor, dame de comer de ese guiso
rojo, que estoy desfallecido”. Por esto se le dio a Esaú el
nombre de Edom. Contestóle Jacob: “Véndeme ahora mismo tu
primogenitura”. Respondió Esaú: “Estoy que me muero; ¿qué me
importa la primogenitura?”. “Júramelo ahora mismo”, le dijo
Jacob; y juró Esaú, vendiendo a Jacob su primogenitura. Diole
entonces Jacob pan y el guiso de lentejas; y una vez que comió y
bebió, se levantó Esaú y se fue, sin dársele nada de la
primogenitura” (Génesis, 25, 29-34).
A todo esto, hay un inciso en la historia y Rebeca vuelve a
cobrar protagonismo. Se declara un episodio de hambre y han ir a
Guetar por indicación de Yavé, que no quiere que vuelvan a
Egipto. En ese momento Yavé hace la promesa a Isaac igual que la
hubiera hecho a su padre:
“...te bendeciré, pues a ti y a tu descendencia daré todas estas
tierras, cumpliendo el juramento que hice a Abraham tu padre, y
multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, y le
daré todas estas tierras, y se gloriarán en tu descendencia
todos los pueblos de la tierra, por haberme obedecido...”
(Génesis, 26, 3-5).
El rey de Guetar es Abimelec, rey de los filisteos quien, en el
pasado, se encaprichó de Sara por un episodio similar al que
vamos a referir. Isaac no quiere decir que Rebeca es su esposa
por miedo a que lo maten, ya que Rebeca es muy hermosa. Abimelec,
que ya está escarmentado de la otra vez, observa en secreto a
Isaac y Rebeca y ve que él la acaricia, con lo cual deduce que
no es su mujer y lo hace llamar para pedirle explicaciones.
Finalmente, el rey ordena que nadie los toque y que los dejen
vivir en paz. Tanto es así que su hacienda se engrandece en
demasía y sufre la envidia de los filisteos quienes le ciegan
continuamente los pozos para impedir que abreven sus animales.
La tensión va en aumento, pero Isaac porfía una y otra vez,
abriendo nuevos pozos. Al final, el propio rey pacta con él,
dadas sus riquezas, y han de aprender a vivir en paz.
En la propia familia hay también problemas, porque Esaú contrae
matrimonio con mujeres del país que no gustan a sus padres,
antes al contrario, “fueron para Isaac y Rebeca una amarga
pesadumbre” (Génesis, 26, 35).
Por último, llegamos al episodio crucial del relato que es
cuando Isaac, ya anciano, sin apenas vista, decide bendecir a su
hijo mayor antes de morir. Ruega a Esaú que salga al campo y le
prepare un buen guiso antes. Rebeca que ha estado muy antena
corre a decírselo a Jacob y no sólo eso, interviene y cambia el
destino. Ordena a su hijo Jacob que le traiga dos cabritos para
que ella misma haga el guiso:
“Ahora, pues, hijo mío, obedéceme y haz lo que yo te mano. Anda,
vete al rebaño y tráeme dos cabritos buenos para que yo haga con
ellos a tu padre un guiso como a él le gusta y se lo lleves a tu
padre, y lo coma y te bendiga antes de su muerte” (Génesis, 27,
8-10).
Jacob pone obstáculo porque él es lampiño y su hermano velludo y
su padre lo reconocerá al tacto; pero Rebeca se muestra con una
voluntad indomable, dispuesta a beneficiar a su hijo pequeño a
toda costa:
“Sobre mí tu maldición, hijo mío; pero tú obedéceme. Anta y
tráemelos” (Génesis, 27, 13).
Sigue Rebeca siendo la protagonista de este momento decisivo:
“Tomó Rebeca vestidos de Esaú, su hijo mayor, los mejores que
tenía en casa, y se los vistió a Jacob, su hijo menor; y con las
pieles de los cabritos le cubrió las manos y lo desnudó del
cuello; puso el guiso y pan, que había hecho, en manos de Jacob,
su hijo y éste se lo llevo a su padre...” (Génesis, 27, 15-17).
Isaac sospecha al principio, pro acaba por bendecir a su hijo
pequeño, como si fuera el primogénito. Cuando ha acabado su
bendición llega Esaú, pero ya no se puede dar marcha atrás
porque las palabras han sido pronunciadas. Esaú se desconsuela y
ruega una bendición, la que sea, porque ya se sabe sin nada y le
duele. Isaac entonces pronuncia estas palabras que más que
bendición parecen una maldición:
“Mira, fuera de la grosura de la tierra será tu morada y fuera
del rocío que baja de los cielos. Vivirás de tu espada y
servirás a tu hermano; mas cuando te revuelvas, romperás su yugo
de sobre tu cuello” (Génesis, 27, 39-40).
Es comprensible, desde un punto de vista humano, que Esaú
comience a odiar visceralmente a su hermano, aunque no se priva
de decirlo e incluso de advertir que lo matará algún día.
Rebeca, en ese momento, vuelve a intervenir para torcer el curso
de los acontecimientos y le ordena que parta a su tierra, a casa
de su hermano Labán con la pretensión de que tome mujer allá:
“Mira, tu hermano Esaú quiere vengarse de ti matándote. Anda
pues, obedéceme, hijo mío, y huye a Jarán, a Labán, mi hermano,
y estáte algún tiempo con él, hasta que la cólera de tu hermano
se aparte de ti, se aplaque su ira y se haya olvidado de lo que
le has hecho; yo mandaré allí a buscarte. ¿Habría de verme
privada de vosotros dos en un solo día?”. Rebeca dijo a Isaac:
“Me pesa la vida a causa de las hijas de Jet; si Jacob toma
mujer de entre las hijas de esta tierra, ¿para qué quiero
vivir?” (Génesis, 27, 42-46).
Y a partir de aquí nada más de sabe de Rebeca. Podemos imaginar
que le dolería la ausencia de Jacob, quien tuvo que pasarse
mucho tiempo en casa de su tío Labán, aunque ésa es otra
historia. El propio Isaac da la autorización para la partida.
A Rebeca no se le pueden hacer sólo alabanzas; eso está claro,
pero acaso sea ése su mayor encanto puesto que se muestra como
una mujer con aspectos negativos y positivos, una mujer de carne
y hueso, que a veces decide bien y otras decide mal.
Rebeca supo mostrarse como una mujer caritativa y eso gustó a
Dios, quien la escogió como esposa de Isaac. Rebeca fue también
buena esposa y buena madre hasta cierto punto, ya que demostró
un favoritismo sin motivo hacia su hijo pequeño, quizá porque el
mayor presentó aún mayor voluntad que ella al casarse con
paganas, quizá por otras razones que desconocemos. El caso es
que Rebeca cambió el destino y al hacerlo sembró el odio y el
rencor en el corazón de su hijo mayor, a la vez que desataba
problemas en su propia familia.
Y ella misma sufrió la condena al verse privada del hijo al que
más amaba. Pero no vamos a juzgar a Rebeca, no somos quiénes
para hacerlo, acaso estaba jugando un papel mucho más importante
en la historia del pueblo escogido, mucho más importante de lo
que ella misma hubiese podido imaginar nunca. Acaso ella misma
no fue quien escogió hacer lo que hizo.