Hace unos días mi hija me despertó con la frase, pronunciada con
toda agitación: “¡Fantasía encontró su música!”. Yo, que aún no
me reponía totalmente de un complicado sueño lleno de catedrales
góticas, intentaba encontrar el significado esotérico del
mensaje. Sarah, mosqueada como cada vez que tiene que explicar
lo obvio, me hizo la traducción al lenguaje humano: “El video de
Fantasía, aquel que había perdido el sonido, lo ha recobrado de
pronto hace un rato...", y se marchó, cabizbaja, desdiciendo de
las personas mayores.
Bien
merecido lo tenía por no estar a su altura. Esto me hizo evocar
una escena que viví en un teatro al cual la llevé a ver una
adaptación de Pinocho, con actores infantiles. Como me dio pena
verla llorar ante las desventuras del pobre muñeco de madera, la
llevé en el entreacto a conocer al protagonista. Él se portó a
la altura de las circunstancias, se dejó abrazar por mi pequeña,
al punto de que su ropa llegó a merecer un nuevo planchado. Pero
cuando hizo falta volver a escena, no había modo de desprenderle
a Sarah.
Optamos por explicarle, aún en contra de la fantasía, que
aquello era una obra, que los personajes eran actores siguiendo
un texto, la casita de Gepetto un decorado, la ballena un truco,
el grillo un títere... pero nada, ella insistía en que aquel era
“Mi Pinocho, el Pinocho del librito y las películas”.
Como una solución emergente, la instructora, que acababa de
hacer su entrada al camerino, hizo señas al joven actor para que
se quitara la máscara con la narizota. Emergió de ella un
caballerito de unos ocho años, que dijo sonriente:
- ¿Y ahora, Sarah, te convences?
- ¡Claro, siempre lo supe! –dijo para nuestra sorpresa,
regresando muy tranquila a su asiento.
Cuando llegamos a la butaca, le comenté que a veces las personas
se confunden, sin que esto signifique un mayor problema.
- Pero claro, mamá, si yo te perdono cada vez que te
equivocas... pero, ¿viste como Pinocho se transformó en un niño
de verdad?