La tradición literaria ha mantenido siempre la importancia del
papel que tienen las figuras literarias en una obra. Como esa
cualidad no se improvisa, a menos que el autor sea un genio al
que le brotan tales figuras adecuadamente, el estudio se hace
necesario. Tanto la poesía arábigo-andaluza como la escandinava
-por poner un ejemplo de literaturas antípodas geográficas-
hacen gala del símil, la metáfora y la personificación de la
naturaleza y los objetos como caballos de batalla de su
expresión.
En el primer caso tenemos a Borges en su obra Literaturas
escandinavas y en el segundo a Emilio García-Gómez en su Poesía
arábigoandaluza. Tanto unos poetas como otros se lucen
metafóricamente como si se buscara deliberadamente esas dos
figuras como únicos protagonistas del texto literario. Pongamos
un caso de poesía que se apoya exclusivamente en la comparación:
“Si es el blanco el color de los vestidos de luto en al-Andalus,
cosa justa es. ¿No me ves a mí, que me he vestido con el blanco
de mis canas, porque estoy de luto por la juventud?”
En nuestra literatura las dos tropos mencionados y las otras
figuras, o sea, las de dicción y las de pensamiento suelen
entremeterse en el texto como coadyuvantes del conjunto, no como
elementos que pretendan un especial protagonismo. Es cierto,
como nos demuestra García Lorca en su estudio La imagen poética
de Góngora, que este autor utiliza las figuras con verdadero
entusiasmo y las hace instrumentos permanentes de su poesía
culta. Si no véase las Soledades y el Polifemo. Pero lo normal,
como nos demuestra el Renacimiento, es que sea el contenido lo
más importante del texto y que la estructura
lingüístico-estilística sea nada más que una cobertura que sirve
a la mejor comunicación de sus ideas.
Pongamos ahora un ejemplo de Garcilaso para demostrar que el
equilibrio entre fondo y forma, como se dice tópicamente a la
hora de hablar de los estilos, es posible y ambos constituyentes
se ayudan para un feliz fin:
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto (semblante),
y que vuestro mirar ardiente, honesto
con clara luz la tempestad (la pasión) serena:
y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena.
Coged de vuestra alegre primavera (la juventud)
el dulce fruto (el amor) antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre (la cabeza).
Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hallar mudanza en su costumbre.
Obsérvese la función del adjetivo epíteto, que no califica, sino
que describe lo permanente del sustantivo: alegre primavera,
edad ligera. Los demás adjetivos califican, o sea, señalan
determinados aspectos del nombre.
Otra figura interesante es la gradación descendente del verso 8,
así como la personificación en: Marchitará la rosa el viento
helado; tiempo airado.
La función metafórica está presente en: de rosa y azucena; que
en la vena del oro se escogió; la hermosa cumbre.
Las figuras clásicas mantuvieron su vigencia hasta el final del
realismo, pasado ya el siglo XIX. A partir del simbolismo, la
poesía busca otros rumbos estilísticos y ese impulso llevará
progresivamente a las técnicas revolucionarias. Entonces el
surrealismo hace su aparición, condena los procedimientos
anteriores y hace incursión en un intento de creación personal
más allá de todo orden objetivo. Remito al lector a "La
deshumanización del arte" de Ortega y Gasset.