La primera vez que recuerdo haber visto algo referente al
Brasil, fue cuando me sorprendió una colorida y fiestera mujer
que bailaba bajo un sombrero de frutas. No sé si era la figura
de Carmen Miranda, pues no recuerdo el tipo de programa de
televisión que veía, pero sí recuerdo la impresión que causó en
mí esa alegría vestida de fiesta. Sentí un trópico alegre y
despreocupado y aprecié el ritmo y la cadencia de gozar la vida
como un carnaval, en ese momento la televisión era en blanco y
negro y sólo después me enteré de la combinación de colores que
ella portaba con tanta gracia. La segunda vez, la propicié
viendo una telenovela donde actuaba Sonia Braga, en la que me
interesé al saber que, a veces en algunos capítulos, se quitaba
las bragas. Era una época en que me enteraba muy poco de lo que
sucedía alrededor mío y diría que tampoco mucho de lo que me
sucedía, tal como ahora sucede con muchos países y democracias
que apenas viven su etapa infantil. La televisión no ayudaba
mucho, pues las series que pasaban ya eran historia en sus
países de origen, y para acabar de ajustar el despiste, yo
pensaba que lo que allí presentaban estaba sucediendo en el
momento. Me consuela el hecho de que en cierta medida estaba
“inventando” la transmisión en vivo y en directo, cosa que en
aquella época era ficción pura. En definitiva resulté ser un
visionario, aunque en la práctica fuera un iluso.
Luego, en mi adolescencia, asocié la figura con el himno “Que é
que a baiana tem”, con unos movimientos de cadera, con la
exuberancia, el sabor y una especial forma de mirar y cantar. En
las emisoras de radio podía escuchar toda la amplia gama musical
que ofrecían los artistas del país de los sueños y concluí que
eran canciones y ritmos en homenaje a esa diosa. Por la música
descubrí también el lado sensual de las mujeres cariocas con la
“chica de Ipanema”, y me sumergí cuanto pude en el acento y voz
del idioma portugués, pronunciado para cautivar. A duras penas
si entendía lo que decían, así que me extrañó saber, por las
entrevistas radiales a los jugadores de fútbol, que los
brasileños comprendían perfectamente todo cuanto se les decía y
eran capaces de hablar el español con tal soltura, que parecían
traer esa segunda lengua instalada desde la cuna, aunque sólo la
utilizaran para comunicarse con los excluidos de tal fortuna.
Fue una de las veces que sentí la inmensidad del mundo y
comprendí las estrechas fronteras que me cercaban.
La actitud de los practicantes del “juego bonito” contrastaba
con su velocidad: dominio silencioso, amagues con el balón y
desconcertante salida. Un fútbol que ocupa toda la extensión de
la cancha, deslizándose de un lado a otro, a veces en diagonal,
a veces en zig-zag, pero siempre con un espíritu de fiesta
creado para hechizar no puede más que haber sido concebido para
el deleite de agradar a la diosa. Esa diosa de extraño
magnetismo que descubrí en Carmen Miranda. En clases de
geografía, Brasil era el referente para encontrar cualquier cosa
en el mapa; ayudaba ver al gigante de América del Sur y su
facilidad para trazarlo. Azúcar, plátano, caucho y café
resultaron ser sinónimos de la cercanía de mi Colombia con mi
Brasil, pero imaginaba, en ese entonces, un país envuelto por
una burbuja especial que lo alejaba de cualquier influencia de
sus vecinos. Selva era equivalente de misterio y embrujo, y
Brasil era, según mis profesores de bachillerato, pura selva
pura; un concepto que ahora puedo ampliar afirmando que Brasil
es misterio y embrujo puro.
De joven, más informado, supe que los países de mis deseos
compartían una estructura agraria arcaica, es decir, numerosas
grandes propiedades subexplotadas, una masa de campesinos sin
tierra y un aumento de población demasiado rápido, que acelera
el éxodo del campo a la ciudad, ligado a un subempleo
considerable (lo que aumenta la distancia entre ricos y pobres,
la inequidad y las dificultades para sobrevivir). En todas
partes se cuecen desigualdades. En el tema de la deuda externa,
mis profesores de Universidad hablaban acerca de que era enorme,
como el tamaño del país y su potencial de desarrollo, pero que
su pago estaba condicionando la orientación económica del país.
No entendía como un país pluricultural con influencia
portuguesa, francesa, holandesa y española; podía tener
endeudadas ciudades de interés artístico como Brasilia de Lúcio
Costa y Oscar Niemeyer, tener una ciudad imperio llamada
Petrópolis, o poseer a la excepcional Río de Janeiro, donde
vivió la diva, con sus playas, vegetación tropical y relieves de
granito; ciudades digna de las mejores películas, documentales y
sueños. Todas cargando deudas impagables entre sus muros, todas
con extensión de suburbios (favelas), igual que las de mi país.
El quita y dame de ser colonia los ha pasado por otras manos
distintas, pero no tan diferentes a las que por acá aprietan,
con el mismo resultado. El mundo es una aldea y el agua moja
igual a quien se quiera bañar.
Decir Brasil es decir garotas de caderas anchas, samba,
sensualidad, fiesta, carnaval, senos al aire, playa, trópico,
fútbol, pitos, colores. Brasil, el Maracaná donde se sueña. Es
conocer a Blas Cubas de la mano de Joaquín María Machado de
Assis y confundir Blas con Brasil. Es leer a Manuel Bandeira,
Mario Raúl Andrade, Joao Guimaraes Rosa, Jorge Amado y Geraldino
Brasil. Soñar con Brasil es ver una multitud de niños sin
camisa, sonrientes, llenos de júbilo, jugando debajo de la
lluvia, eligiendo su mejor pose para salir a pasear en las
fotografías.
El Brasil que conozco, en sueños, sabe suspender sus pasiones en
el aire y amar la belleza de manera conmovedora. Decir Brasil,
en Colombia, es decir sueños.