Nos
visitaba una amiga de la familia que vive en el extranjero y,
como de costumbre, le preguntamos por su hija de siete, sabemos
que tiene una vocecita muy afinada y que estaba dando clases de
canto.
- Silvita está muy bien –nos comentó-, pero ya no sólo está en
canto, ahora comparte su tiempo libre con estudios de francés,
inglés, violonchelo, nado sincronizado y ajedrez.
No hicimos ningún comentario, aunque intercambiamos miradas de
preocupación. Mi hija la miró con aire abatido.
- ¡Pobrecita niña! ¿Y le queda alguna hora para jugar?
- Es una niña de alto rendimiento, y eso hay que aprovecharlo -
respondió orgullosa la madre.
Por suerte Sarah volvió a su libro de colorear y se ahorró las
acotaciones mientras duró la visita. Pero, al partir nuestra
amiga, se me acercó.
- Mamita... ¿yo soy de alto rendimiento?
- No, mi amor lindo, eres una niñita muy normal.
Tomó mi rostro entre sus manos y me miró a los ojos.
- Júrame, pero júrame, ¡que nunca voy a padecer de esa
enfermedad!